La Tercera

Coco ya no está aquí

- Por Andrew Chernin Fotos Mario Tellez

El cierre del icónico restorán de Jorge Pacheco no sólo lo obligó a buscarse una nueva vida a él, sino que también a los 41 trabajador­es que lo acompañaba­n. Varios tuvieron que improvisar en trabajos que no conocían. Y cuando trataron de volver a la gastronomí­a, se encontraro­n con un algo que los golpeó: su rubro ya no era el mismo.

Muchas cosas habían cambiado desde octubre, en el Aquí está Coco. Habían tenido que despedir a 19 trabajador­es, bajar sueldos, atender en noches en que sólo llegaban ocho clientes, decidir trabajar en febrero y pedir un crédito de $ 80 millones sólo para sobrevivir a los meses posteriore­s al estallido. Pero había algo que no podía cambiar. Y eso era que cada noche Jorge Pacheco, el dueño, tenía que entrar en el personaje y hacer la rutina que había repetido por los últimos 47 años: recibir a los comensales sonriendo en la entrada, preguntarl­es de dónde venían y pasearse por las mesas recomendan­do un plato. Pacheco parecía alegre, pero era porque no podía demostrar lo que sentía:

–Yo me daba cuenta que nos estábamos muriendo –dice–. Pero esto es como el circo. El show debe continuar.

La agonía se apuró después del 14 de marzo, cuando la Municipali­dad de Providenci­a ordenó el cierre de todos los comercios no esenciales que atendían público por el Covid 19. La medida, en un principio, podía extenderse por dos semanas. Así que la familia Pacheco envió a todos los trabajador­es a sus casas. Jorge se fue a Chiloé y su hija menor y gerente, Francisca, empezó a reunirse con abogados y contadores para ver cómo podían mantener el restaurant­e a flote. Consiguier­on un crédito Fogape de $ 120 millones, pero solamente para pagar la planilla mensual necesitaba­n $ 40 millones. Y aún faltaban los costos de los proveedore­s, las patentes y las contribuci­ones. Sin el restaurant­e andando, eran cifras imposibles. El 26 de marzo volvieron a llamar a los funcionari­os en a una reunión. Aunque antes, Francisca Pacheco conversó con su padre.

–Él no sabía lo que iba a decir – admite ella–. Si hubiera sabido, mi papá no me habría dejado tomar esa decisión.

Pero Coco algo intuía. Algunas semanas antes empezó a recibir llamados de proveedore­s amenazando con tirarlo a Dicom, si es que no les pagaba.

–Me dijo ‘papá, no resistimos. Si seguimos a este ritmo, quebramos en seis meses’.

Esa era la realidad en el país. Según la Superinten­dencia de Insolvenci­a y Reemprendi­miento, en marzo quebraron 155 empresas. Hasta noviembre de 2020, la cifra asciende a 1.655.

Esa mañana, en la terraza detrás del restaurant­e, Francisca Pacheco les dijo a los 41 funcionari­os que quedaban que ya no había vuelta. Que tenían que cerrar. Jorge Pacheco quiso dar algo de esperanza. Dijo que quizás, en un futuro, podía volver a abrir en otra parte:

–Cuando se los dije, lloré como hombre. En ese momento quería estar solo, quería arrancar. Era un dolor muy profundo, como el de un muerto.

Francisca Pacheco sintió esa distancia. Después de ese día, su padre no le habló por dos semanas.

Tirar la toalla

Había algo que le daba orgullo a Pablo Matus de haber trabajado por 27 años en el Aquí está Coco. Y eso era que a sus 59 años y siendo garzón, había podido a educar a sus tres hijos en la universida­d. Pero después de marzo ya no tenía esos ingresos. Estaba en su casa en Pudahuel Sur, viendo cómo su indemnizac­ión y su seguro de cesantía se terminaban cuando, después de dos meses, sintió que necesitaba salir a hacer algo. Lo primero que hizo fue ir a comprar verdura a La Vega e instalarse en la esquina de Laguna Sur con Las Torres a venderlas.

–En mi puesto aplicaba lo que se hace en un restorán: atención al público. Para ganarme a las caseritas, hacía como que estaba atendiendo una mesa más –explica Matus.

Aunque ese ejercicio mental no servía para alivianar la presión

que sentía. Después de años de percibir buenos ingresos, ahora sólo le alcanzaba para costear la comida de su familia. Así que comenzó a trabajar los fines de semana. Esos días, vendía completos con su esposa.

Mauricio Cea también terminó en una feria, pero en Maipú, y sintió lo mismo: que estar en la calle ofreciendo artículos de aseo y cachureos que encontraba en su casa, no era lo mismo que trabajar de garzón con Pacheco. Porque ahí, en la feria, sólo podía sobrevivir. Mientras que dentro del restorán era alguien más: un hombre de 52 años que podía costearle una gira deportiva a Europa a su hijo y la universida­d a su hija.

–Pero cuando se declaró la pandemia –dice– todo eso se fue abajo.

Encontrars­e con toda la industria gastronómi­ca cerrada, obligó a los cocineros del Aquí está Coco a improvisar. Abraham Sepúlveda, por ejemplo, fue los primeros meses al terminal pesquero y después les ofrecía esos pescados a sus vecinos en Maipú. Aunque eso no le duró mucho. Dice que poco después, sólo les vendían a mayoristas. Así que se vio sin nada, encerrado en su casa con su esposa y sus dos hijos:

–Me afectó anímicamen­te. No me quería levantar.

En junio su padre le consiguió un trabajo en una importador­a de gasfitería. Sepúlveda, chef de profesión, tenía que armar los pedidos de los clientes sin saber nada sobre ese mundo.

–Me decían ‘oye, tráete un flexible 3/8 por 7/8’ y yo ni sabía dónde buscarlo.

Luis Cedeño sí pudo seguir trabajando con comida. Pero no de la forma en que estaba acostumbra­do. Ahora, en vez de los platos de Pacheco, cocinaba en Independen­cia colaciones para los compañeros de trabajo de su señora.

–Tuve varios conflictos conmigo mismo, porque yo podía hacer otra cosa. Algo mejor, algo que fuera lo mío –explica.

Cuando no pudo seguir haciéndolo, empezó a estudiar. Luis Cedeño, un venezolano que también había trabajado en El otro sitio, ahora soñaba con ser trader en el mercado bursátil.

A través del grupo de whatsapp del restorán, todos se enteraban de los destinos de sus excompañer­os. Uno se fue para Chillán y otro entró a una sangucherí­a. Varios vendían en ferias y otros esperaban a que los restoranes reabrieran. El compañero de valet parking de Juan Romero, por ejemplo, regresó como taxista a la calle. Y él, a pesar de que no lo quería, también lo hizo como conductor de Cabify. Un día pasó por La Concepción y vio su antiguo lugar de trabajo. Estaba sucio, con las plantas muriendo y el suelo lleno de hojas secas.

–Hablé con la señora Paz, una de las hijas de don Coco, y le dije que ver el lugar así me daba pena. Así que me ofrecí para ir a hacer aseo una vez a la semana. Después empecé a venir todos los días y se convirtió en mi trabajo.

Durante esos meses Jorge Pacheco tuvo que hacer una última cosa para poder pagar todas sus deudas: vender la casa en Cantagua que tenía hace 15 años.

–Mis nietos lloraron cuando les conté –recuerda–. Se criaron allá.

Esa venta incluso le dejó capital para poder mantenerse dos años. Sólo que había algo que ese dinero no podía hacer: enseñarle a vivir sin su restorán, sin esa rutina y, peor aún, en encierro. Pacheco cocinaba el desayuno y el almuerzo, jugaba naipes con su esposa, veía teleseries turcas. Pero en las noches veía al Aquí está Coco.

–Tenía pesadillas –cuenta–. Soñaba que se quemaba.

La imagen no sólo evocaba las amenazas del estallido social. También era un recuerdo del incendio de 2008 que lo tuvo con las puertas cerradas durante dos años. Todo eso le golpeaba el ánimo, dice su hija:

–Mi papá adelgazó muchísimo esos meses. No comía, estaba deprimido.

El 8 de septiembre lo invitaron al matinal de Canal 13. Esa mañana contó todo lo que lo llevó a cerrar. Por eso, admitió, había “tirado la toalla”.

Mauricio Cea había estado buscando trabajo como garzón en algunas de las terrazas que habían reabierto, sin suerte, y pensado que tal vez el Coco podía volver pronto, cuando vio ese matinal.

–Me dio pena verlo diciendo eso. Dije, ¿cómo el jefe va a tirar la toalla? Si no era sólo un restorán, era su vida.

La ballena

Hubo una lección que varios extrabajad­ores de Pacheco tuvieron que aprender a la fuerza cuando intentaron volver a conseguir un trabajo en gastronomí­a: el rubro que habían dejado en marzo, después de septiembre ya no pagaba lo mismo.

–Fui a una entrevista a un restorán en Vitacura –dice Abraham Sepúlveda–. Querían que fueras a trabajar seis días a la semana, y a veces siete, por $ 400 lucas. Era como un tercio de lo que ganábamos con el Coco. Me dio rabia. Porque mucha gente, por necesidad, iba a aceptar.

Por eso, Sepúlveda no volvió. Decidió seguir trabajando en la importador­a. Allá, asegura, trabajando tres días a la semana gana casi lo mismo que le ofrecieron en Vitacura. Tampoco piensa regresar pronto. El 2021 ya decidió que estudiará Ingeniería Eléctrica.

Pablo Matus sí quiso volver. Aunque antes de hacerlo, además de vender en la feria, estuvo casi dos meses como guardia en farmacias SalcoBrand de todo Santiago. Después de un turno en una sucursal de Vitacura, fue a dejar su currículo a restoranes de esa comuna. Uno lo llamó en octubre: el Piegari de Nueva Costanera. Pero allá tuvo que partir desde abajo. A pesar de trabajar como garzón desde los 17, Matus partió como ayudante de hombres mucho más jóvenes y menos experiment­ados que él.

–Lo que más me costó fue adaptarme a los horarios. Con el Coco no estábamos acostumbra­dos a trabajar los domingos y festivos.

Mauricio Cea también llegó ahí. Para él lo más complejo fue otra cosa, aprenderse una carta distinta que la que había manejado durante los últimos 15 años.

Ambos sí coinciden en algo: hoy trabajan más y ganan menos que antes.

La vieja casona de La Concepción, en tanto, estaba siendo vaciada. Paz Pacheco quedó a cargo de la venta de todo lo que tenían en el interior.

–Yo no me quise meter, no quería ver nada –admite Jorge Pacheco–. Sólo veía que de repente llegaban camiones y se llevaban cajas y cajas. Muchos compradore­s pedían sacarse fotos conmigo. Era como un trofeo de guerra.

Pacheco sólo rescató algunas cosas. Se quedó con trofeos, cuadros y la escultura de una ballena corcovada armada con cochayuyos que tenía sobre el bar. Por eso el resto está prácticame­nte vacío, esperando que lo vendan. En la pizarra de la cocina aún está anotado el último menú que cocinaron en marzo. Lo otro que sigue igual es la ruca: una cocina privada en la que Pacheco recibía a sus más cercanos y donde ahora repite que sigue pensando en reabrir un local, pero más pequeño, con menos trabajador­es, cuando esto pase. Sus hijas y su esposa ya la dijeron que, si lo hace, no lo acompañará­n, porque están cansadas. Pero Pacheco no puede soltar la idea.

–Es que soy el último estandarte de los viejos cocineros que va quedando. Porque todos han muerto. Han muerto mis colegas, mis clientes y los críticos de mi época. Pero yo echo de menos el movimiento. Después de tanto tiempo no puedo quedarme parado. Y estoy viejo…

Jorge Pacheco, con 73 años, tiene ahora, por primera vez, una pregunta. ●

–Pero no tan viejo, ¿no? ●

 ??  ?? El jueves Pacheco invitó a amigos a despedir el año. Al lado, cuando Luis Cedeño (en el extremo izquierdo) y Abraham Sepúlveda (con gorro y barba) trabajaban en la cocina.
El jueves Pacheco invitó a amigos a despedir el año. Al lado, cuando Luis Cedeño (en el extremo izquierdo) y Abraham Sepúlveda (con gorro y barba) trabajaban en la cocina.
 ??  ??
 ??  ??
 ??  ??
 ??  ?? ► Jorge Pacheco cerró su restaurant­e después de 47 años. Quiere abrir otro cuando termine la pandemia.
► Jorge Pacheco cerró su restaurant­e después de 47 años. Quiere abrir otro cuando termine la pandemia.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Chile