El escudo humano de los 50 mil salvados
En estos nueve meses, un contingente de 200 mil personas ha encarado la pandemia, día tras día. En turnos de 24 horas y con trajes que cubren cada poro de sus cuerpos, los 18 mil trabajadores de las UCI aprendieron a combatir el virus y a torcer funestos pronósticos. A recibir pacientes críticos y sacarlos, recuperados. Pero también a soltar y despedirse. Acompañando, de la mano, los últimos minutos. Cuentan que han aprendido a reírse con los ojos. A guiñarlos como saludo. A fruncirlos para dar ánimos. Y a consolar con la mirada.
Ataviados de pie a cabeza con trajes aislantes, están conscientes de que los gestos de sus manos y la expresión que atraviesa los protectores oculares puede calmar la angustia de los enfermos que esperan, impacientes, la remisión del agresivo virus que les roba el aliento. Y las fuerzas.
“Estos pacientes, tan graves, despiertan débiles, tristes. Y los equipos trabajan mucho lo afectivo, en tirarlos para arriba y explicarles que esto es transitorio, que los vamos a sacar adelante”, cuenta Tomás Regueira, expresidente de la Sociedad de Medicina Intensiva. Y añade: “El equipo pone su corazón en que el paciente confíe en que está de salida, que queda un largo camino, pero que lo peor ya pasó. El cariño del personal es clave para sacarlos adelante”.
Son casi 50 mil las personas que han sido hospitalizadas en el país por Covid-19. No todas salieron con vida. Y en el otro extremo, 200 mil funcionarios de salud, 18 mil de
ellos en las UCI, son el escudo humano de esta pandemia.
Y en esos equipos, por momentos, ha permeado la tristeza, la desolación y la rabia. También han tenido miedo: la enfermedad no distingue oficios y ya ha infectado a 38 mil de ellos. Y 75 no resistieron.
“Ha sido un año muy duro por el trabajo físico. Y de mucha pena compasiva. Las circunstancias de esta pandemia son realmente difíciles; los pacientes están solos y el personal se convierte en su familia. Los funcionarios, en todo el país, han impedido las muertes solitarias. Han acompañado e incluso rezado en los últimos momentos de abuelos, madres, padres o hijos, que se han ido en ausencia de sus seres queridos. Los he visto llorar al lado de sus cuerpos, tomados de las manos. Es cierto que han sido meses muy duros en lo emocional y sicológico, pero profundamente cargado en lo espiritual y lo humano”, relata Luis Castillo, jefe de la Unidad de Pacientes Críticos del Hospital Barros Luco.
A las 8.00 cesa labores el “turno saliente”. Se encaminan a sus casas, con los surcos de las mascarillas plasmados en el rostro. Con pesadumbre, a veces; con esperanza, otras.
Y en la recepción de los servicios los detienen pequeñas sorpresas: ha llegado carta de un paciente que salió de alta; globos y chocolates de una familia o dibujos de niños que ya se curaron del Covid. Las abuelas que han vuelto a sus casas regresan con tortas y galletas. Algunas con tejidos y bordados, detalles que prometieron a sus cuidadoras durante sus estadías. Y la lista es larga.
En el invierno, cuando las salas UCI estaban atestadas, también se agolpaban regalos de privados: desde zapatillas para descansar los pies a cremas para evitar la resequedad del alcohol, pasando por pizzas y sándwiches.
“La gratitud llega a ser insuficiente para lo que expresan los pacientes y sus familiares. Esto es la realidad de los funcionarios, y un soplo de vida es el mejor aliciente para seguir y aguantar días de tanta tristeza”, dice Castillo.
Maritza Navea, directora del Departamento de Enfermería de Clínica Alemana, también repara en el sentimiento que los pacientes retornan. “Haciendo a un lado lo malo, estos han sido los días más lindos que hemos vivido como enfermeras, porque hemos podido realmente mostrar lo que somos, para lo que realmente estamos y lo que hacemos: entregar el corazón y acompañar a la gente cuando sufre. Más allá de la tecnología, las máquinas y los equipos: tomar sus manos, hablares, mirarlos a los ojos y tener de vuelta toda esa gratitud que hemos recibido”.