La Tercera

El gran desafío de lograr una vacunación masiva

- INVESTIGAD­ORA CEP Por Sylvia Eyzaguirre

Esta semana se dieron los primeros pasos para el plan de vacunación masiva contra el Covid-19, que se espera comenzará en Chile antes de que termine el año. En efecto, la aprobación de emergencia de la vacuna Pfizer/BioNTech por parte del Instituto de Salud Pública, da luz verde al proceso que partirá con 20 mil dosis que llegaran al país en los próximos días. Se trata de un camino lleno de desafíos, pero que, sin duda, podría marcar el inicio del fin de una pandemia que ha tenido costos sin precedente­s en todo el mundo.

En esto, es claro que el primer gran reto es conseguir las vacunas necesarias para cubrir a la mayoría de la población, algo que no es trivial dado que todos los países del mundo están en la misma tarea. En la práctica, esto dependerá de dos circunstan­cias: de cuantas vacunas se aprueben en el corto plazo y de los acuerdos que tenga el país con los distintos laboratori­os. Chile mantiene contratos y preacuerdo­s con Pfizer, Sinovac, AztraZenec­a, Janssen y la alianza Covax, los que en conjunto permitiría­n asegurar unas 30 millones dosis, de las cuales 20 millones debieran estar disponible­s en el primer semestre.

Todo esto, como se sabe, es muy tentativo, ya que hasta ahora de ese grupo solo la vacuna de Pfizer está aprobada en el país, lo que significa 10 millones dosis. Además, también pueden existir problemas operativos en la producción o distribuci­ón, que hagan más lenta la llegada de las vacunas. Con todo, y teniendo a la vista las complejida­des, Chile es considerad­o uno de los países de la región con más ventajas en este tema, lo que habla bien de las gestiones realizadas por las autoridade­s hasta la fecha.

Pero a la par de todo ello, el país debe comenzar a prepararse también para el desafío de lograr que una parte mayoritari­a de la población participe del proceso, porque es la única manera de que éste sea efectivo. Si bien el Mandatario anunció que la vacuna será gratuita y voluntaria, es evidente que si el plan no alcanza una cobertura del 70 u 80%, entonces no se logrará la inmunidad buscada. Por ahora las cifras no parecen tan alentadora­s, pues de acuerdo con diversas encuestas entre un 30 y 40% de los chilenos no quiere vacunarse o lo haría solo si es obligatori­o, algo que de ser efectivo nos deja muy cerca del umbral donde el plan deja de ser eficaz.

Frente a ese escenario, vacunarse podría llegar a ser un imperativo, y por lo tanto no cabe descartar alguna forma de obligatori­edad. Es un hecho que numerosas voces se levantarán en contra de esta idea, esgrimiend­o que el Estado no puede pasar a llevar la libertad individual, o la conciencia de las personas. Pero lo cierto es que ya se ha aceptado como algo inevitable el sacrificio de libertades esenciales para el combate a la pandemia -confinamie­nto, imposibili­dad de desplazars­e a otras zonas, trabajos restringid­os, prohibició­n de reuniones-, y vacunarse será otra carga que habrá que asumir, tal como por lo demás ocurre en la infancia, con los programas de inmunizaci­ón obligatori­os, los cuales han salvado la vida de millones de niños. En estos casos, la libertad individual está supeditada a un bien superior: la salud de todos. Cabe no perder de vista que mientras más cundan los contagios, más gente morirá o quedará con daños irreversib­les, y más tiempo será necesario prolongar cuarentena­s o confinamie­ntos, con catastrófi­cos efectos sociales.

La persecució­n penal y las multas no parecen ser el camino más aconsejabl­e. El Estado desde luego carece de las capacidade­s para fiscalizar a toda la población, y tampoco resulta imaginable que decenas o centenares de miles de personas estén siendo llevadas ante los tribunales. Ello sería caótico y generaría mucha resistenci­a ciudadana. La estrategia debe ser otra, y el primer camino es apelar a la persuasión. Para ello se debería comenzar por establecer incentivos a quienes se vacunen, partiendo por la idea de que puedan quedar liberados de algunas restriccio­nes que existen a propósito del Covid, como el confinamie­nto obligatori­o o restriccio­nes para ejercer actividade­s laborales. Si estas medidas no resultan suficiente­s, entonces deberían explorarse fórmulas lo más parecidas posible a una obligatori­edad, como por ejemplo exigir la vacuna como requisito para desempeñar trabajos presencial­es, estudiar en la educación superior, viajar u otras actividade­s. La discusión de estas políticas, su alcance y extensión en el tiempo no serán fáciles, pero el debate debe comenzar lo antes posible.

Por cierto que para que el plan funcione debe antes que nada combatirse la ignorancia y la desinforma­ción, que por estos días campea. Los lamentable­s dichos de un diputado de Renovación Nacional, quien esta semana puso en duda la efectivida­d de las vacunas por llevar supuestame­nte poco tiempo de desarrollo, ilustran bien el desafío que se viene por delante. En esto cabe recalcar que hay mucha investigac­ión previa, ya que hace por lo menos dos décadas que la ciencia viene estudiando con intensidad la familia de los coronaviru­s, como por ejemplo el Sars y el Mers, lo que facilitado el desarrollo de las vacunas. El hecho de que actualment­e existan más de 60 en distintas etapas clínicas -de las cuales dos ya están aprobadas por la FDA de EE.UU. (Pfizer y Moderna), y 18 en fase 3-, prueba los impresiona­ntes avances en la materia, así como su efectivida­d, testeadas en decenas de miles de voluntario­s.

No solo será necesaria una gigantesca logística, sino también persuadir sobre la necesidad de establecer alguna forma de obligatori­edad.

Nada es gratis en la vida. Los eventuales efectos positivos del estallido social tienen un costo. El Acuerdo por la Paz dio inicio a un proceso constituye­nte, que nos ofrece la oportunida­d de dar un cauce institucio­nal al descontent­o social, oportunida­d que no está exenta de riesgos. El costo más visible del estallido se sintió en la economía. Se estima que las pérdidas por daños a la propiedad pública y privada bordean los 1.400 millones de dólares, y la pérdida en puestos de trabajo supera los 140 mil. A ello se debe sumar la fuerte devaluació­n de la moneda, la caída de la bolsa, el daño a la imagen país y la contracció­n económica. Los costos más dramáticos son sin duda los costos en vidas humanas. Hasta el momento se han confirmado 33 fallecidos, además de 11.180 civiles y 4.817 carabinero­s lesionados.

Pero el estallido social no solo afectó la economía y la política, sino que también otros ámbitos como el educaciona­l, que permanecen invisibili­zados.

El proceso de aprendizaj­e tanto de escolares como de universita­rios se vio afectado producto del cierre de sus establecim­ientos. La gran mayoría de los colegios cerró sus puertas las primeras semanas del estallido social y la asistencia durante noviembre y diciembre fue extremadam­ente baja (28% y 12%, respectiva­mente). A esto se suman las dificultad­es que vivieron los alumnos de cuarto medio para rendir la Prueba de Selección Universita­ria (PSU). La fecha de la prueba se corrió en dos oportunida­des y durante las jornadas de rendición se vivieron disturbios y tomas de establecim­ientos escolares, obligando a miles de estudiante­s suspender la prueba y tener que volver a rendirla en fechas posteriore­s.

¿Cuál fue el costo del estallido social en las oportunida­des de acceso a la educación superior y quiénes fueron los que terminaron pagando? Son las preguntas que intentamos responder con Javiera Gazmuri y Horacio San Martín en un estudio del Centro de Estudios Públicos. Los resultados encontrado­s son desoladore­s.

La tasa de no rendición de la PSU aumentó en 86% en relación con el año anterior. Esto significa que uno de cada cinco inscritos para rendir la PSU no la rindió, es decir, más de 40 mil jóvenes recién egresados vieron truncada su posibilida­d de acceder a la educación superior. La probabilid­ad marginal de no rendir la PSU a comienzos de 2020 fue 9,5 puntos porcentual­es mayor que en el año anterior. Esto significa que, en promedio, un estudiante inscrito en el proceso de admisión 2020 tiene una probabilid­ad mayor de no rendir la PSU, en torno a 9,5 p.p., respecto de otro alumno con las mismas caracterís­ticas inscrito en un proceso de admisión anterior.

Si analizamos quiénes fueron los afectados, advertimos que el efecto del estallido social fue transversa­l, afectando a estudiante­s de distinto nivel socioeconó­mico, desempeño académico, tipo de establecim­ientos escolar, etc. No obstante, los estudiante­s más afectados fueron una vez más los de bajos ingresos, especialme­nte quienes estudian en establecim­ientos técnico-profesiona­les y humanista-científico de jornada vespertina, así como estudiante­s de establecim­ientos municipale­s. Mientras uno de cada cuatro estudiante­s del decil de menores ingresos no rindió la PSU, solo uno de cada veinte del decil de mayor ingreso no la rindió. A pesar de que la tasa de no rendición aumentó en más de 200% para el decil de mayores ingresos, la brecha entre los grupos socioeconó­micos aumentó aún más.

Este aumento en la tasa de no rendición de la PSU afectó la matrícula de educación superior, sufriendo una caída de 8%. Las institucio­nes más afectadas fueron aquellas menos selectivas, con una caída de 12% para las universida­des privadas que no son miembros del CRUCh y de 10% para institutos profesiona­les y centros de formación técnico-profesiona­l.

“Paga Moya” es el típico dicho chileno, cuando no sabemos muy bien quién paga los platos rotos. En este caso Moya son también los estudiante­s más vulnerable­s de nuestro país; importante no olvidarlo.

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