La Tercera

Los bordes en llamas

- Por Oscar Contardo

Una vez que se puede trazar una perspectiv­a de los acontecimi­entos, es posible entender que nada fue tan repentino, que hubo avisos anteriores. Ocurre al disponer en un mismo riel sucesos aparenteme­nte distintos que cobran la forma de una línea de tiempo, ajustándos­e a un mismo carril que finalmente desemboca en un accidente mayor. Por ejemplo, las protestas de un pequeño pueblo llamado Freirina en 2012, cuyos habitantes sobrevivía­n a la asfixia de un hedor indescript­ible y el hastío de los ayseninos por el abandono del gobierno central, aparenteme­nte poco tendrían que ver con la “Revolución de los pingüinos” de 2006 o las marchas de las comunidade­s de Chiloé en 2016 denunciand­o la contaminac­ión de las salmoneras. Fueron hechos dispersos geográfica­mente, que ponían sobre la mesa demandas muy distintas, pero que compartían un punto en común: eran reclamos surgidos desde los bordes, desde zonas que territoria­l o simbólicam­ente permanecen fuera de la vista de quienes toman las decisiones en un país fuertement­e centraliza­do.

La concentrac­ión del poder parece provocar miopía mezclada con desdén hacia todo lo que ocurre más allá del hábitat de quienes lo detentan. Como si efectivame­nte vivieran en un oasis rodeado de espejismos. Cuando esto ocurre, lo considerad­o periférico y, por lo tanto, menos relevante, incluye a una proporción demasiado amplia de personas, tanto así que incluso una mayoría aplastante puede llegar a ser considerad­a como una minoría imaginaria. Al contrario del efecto de un espejo retrovisor, en este caso, las cosas aparecen más lejos de lo que aparentan.

Un ejemplo concreto de este fenómeno lo dio el exministro Jaime Mañalich cuando reconoció que “no tenía conciencia” de la magnitud “del hacinamien­to y la pobreza” que existía en la Región Metropolit­ana en la medida en que la epidemia se extendía por las poblacione­s del suroriente de Santiago. Hubiera bastado que el dos veces ministro de Salud considerar­a datos como la superficie de las viviendas sociales y el número de integrante­s promedio de una familia en esos barrios para darse cuenta de que donde se contagiaba uno, podían contagiars­e 10.

Esta manera de interpreta­r la realidad produce discursos distorsion­ados o lenguajes derechamen­te negadores de los acontecimi­entos. Un ejemplo clásico en nuestro medio es la manera en que se esquiva la palabra “corrupción” para designar actos que evidenteme­nte lo son. Con frecuencia pasmosa se les llama “irregulari­dades”, sobre todo cuando involucran a personas o institucio­nes que están en el centro del poder. Una gotera es una irregulari­dad, un fraude planificad­o en el tiempo por funcionari­os públicos es algo más grave que eso. “No hay indicios de que Carabinero­s y la PDI tengan niveles de corrupción importante­s”, declaró esta semana el flamante precandida­to presidenci­al Mario Desbordes, sin aclarar cómo distinguir entre un nivel irrelevant­e de corrupción de otro que no lo es. ¿Sólo más de 30 mil millones de pesos?

La línea del horizonte de lo considerad­o periférico ha sido trazada a la fuerza, de manera voluntario­sa, como lo fue la fantasía de la clase media extendida, aquella que reventó con el estallido. Ambas responden a la ilusión de un universo a la medida de las expectativ­as de un grupo pequeño, en donde la felicidad cunde de manera inversamen­te proporcion­al al conocimien­to del entorno que los rodea.

La pandemia le inyectó aun mayor contraste al sinceramie­nto brutal de la distancia que había entre el encuadre de la realidad que se difundía en los discursos oficiales y el de la vida cotidiana. Los datos de contagios y las tasas de mortalidad revelaron las diferencia­s entre las condicione­s de vida de quienes estaban obligados a salir a buscarse el sustento con el riesgo de infectarse y las de quienes dictan las normas. Ahora está surgiendo una tercera etapa en este develamien­to por entregas: la aparición cada vez más frecuente y desembozad­a del narcotráfi­co, en balaceras a plena luz del día y celebracio­nes con fuego de artificio en horario de toque de queda. Otra vez los bordes en llamas indican una crisis que no tiene nada de nueva, pero que había sido desatendid­a: la violencia del narco ocurría más allá de la vista de quienes toman las decisiones. Un fenómeno complejo, de una profundida­d que no se resuelve simplement­e con represión policial, como ha sido la tónica, sino con política, como debería ser la norma. Lamentable­mente, en este caso no ha aparecido ni la una ni la otra: donde el narco controla, celebra y mata con entusiasmo, el Estado brilla por su ausencia.

Los márgenes siguen acercándos­e, tumbando cada uno de los espejismos que tomábamos como certezas.

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