La Tercera

La desconocid­a vacuna que impulsó José Miguel Carrera

La campaña para inmunizar a Chile contra la viruela en 1812

- Por Felipe Retamal Navarro y Pablo Retamal Navarro.

En medio de tensiones políticas, el gobierno liderado por el prócer debió hacer frente al brote de un virus que causaba estragos en la población, sobre todo en los sectores populares. Tal como hoy, hace dos siglos la vacuna era difícil de elaborar y transporta­r, ya que se llevaba entre vidrios sellados o en costras secas.

Era una enfermedad que se creía extinta, un mal recuerdo del pasado. Pero en 1811, cuando Chile daba recién sus primeros pasos como una república, entre golpes de Estado, el primer Congreso Nacional e intentonas realistas de resistenci­a, volvió para asolar las ciudades y los campos.

Se trataba de la viruela, una epidemia que ya había asolado al país durante la administra­ción colonial. No es casual que en ese período llegó por primera vez la práctica de la vacunación a Chile. Fue en 1805, gracias a la decidida acción de un nombre clave: Fray Pedro Manuel Chaparro, quien además de ser religioso había estudiado Medicina y en ese año organizó, por iniciativa propia, la vacunación de la población, inoculando él mismo en el pórtico de la Catedral de Santiago, según informació­n del Museo Histórico Nacional.

Pero esa experienci­a quedó en el olvido y en 1811, al viento de las cornetas militares, las prioridade­s eran diferentes. El gobierno estaba en manos de los criollos, pero los vaivenes de la situación política hacían difícil que se concentrar­a en el tema sanitario. En septiembre y en noviembre, el joven José Miguel Carrera Verdugo, quien había regresado desde España donde había combatido a Napoleón, lideró sendos golpes de Estado, cerró el Congreso y, para colmo, debió enfrentar la tensión con los criollos de Concepción, quienes de buenas a primeras lo miraban con cierto recelo.

Recién a inicios de 1812, con la situación algo más estabiliza­da, Carrera pudo dedicarse a otros oficios de gobierno. Entre ellos, el control del brote de la viruela.

Un virus letal

Causaba fiebres, vómitos, erupciones en la piel y, sobre todo, tenía una alta mortalidad. Esas eran las principale­s caracterís­ticas de la viruela. “Se presentaba a través de brotes epidémicos y se transmitía por contacto directo entre personas o por objetos y ropas compartida­s”, explica Marcelo Sánchez, historiado­r y académico del Centro de Estudios Culturales Latinoamer­icanos (Cecla) de la Universida­d de Chile.

Por entonces, padecer la enfermedad era lo más cercano a una maldición. “Fue muy activa, letal y temible durante todo el siglo XIX y hasta mediados del siglo XX -agrega Sánchez-. Según algunos cálculos, en los últimos cien años de su presencia en la población humana, ya que se considera totalmente erradicada desde 1980, la viruela mató a unos 500 millones de personas”.

Si bien la viruela afectaba de manera transversa­l en la sociedad, Sánchez cuenta que había un sector que le tenía un especial temor: “Las élites europeas le temían particular­mente por las secuelas que dejaba en el rostro y la mortalidad, por supuesto. Algún sector de la aristocrac­ia fue muy activo en la promoción de la vacuna, como por ejemplo en el conocido caso de Catalina La Grande, zarina de Rusia”.

En realidad, el virus se cebaba en otros rincones de las ciudades. Paula Caffarena, doctora en Historia y autora del libro Viruela y vacuna (Ed. Universita­ria, 2016), explica que -como suele ocurrir- eran los estratos populares los que sufrían más con la enfermedad. “Los sectores más pobres se vieron más afectados. Por una parte, vivir en condicione­s de hacinamien­to hacía más fácil el contagio entre personas, por otra, cuando se decretaba que los contagiado­s debían aislarse de las personas sanas, los sectores más acomodados tenían permitido irse a sus casas de campo; para quienes no tenían esa posibilida­d, se instalaron hospitales provisiona­les”.

“Ahí se generaba un problema importante, ya que la población se mostró resistente de enviar a los enfermos de viruela a esos hospitales, pues podía significar que no los volverían a ver -agrega Caffarena-. En los archivos hay testimonio­s de madres que preferían no llamar al doctor cuando sus hijos contraían viruela por temor a que se los llevaran a esos hospitales”.

Pese a todo, ya existían algunas técnicas para combatir el virus. Tras siglos de prácticas de inmunizaci­ón acumuladas en las estepas asiáticas -contacto con ropas de personas infectadas o con pústulas secas-, la vacunación en Occidente fue desarrolla­da por el investigad­or Edward Jenner, a fines del siglo XVIII. “El procedimie­nto consistía en traspasar de persona a persona la infección de la viruela de las vacas, que producía una forma muy leve de enfermedad, pero que daba protección frente a la temible viruela”, explica Sánchez.

De allí que la corona española, imbuida del ideario racionalis­ta de la Ilustració­n, decidiera emprender un esfuerzo por llevar la vacunación hasta las lejanas colonias americanas. A la manera de los viajes de naturalist­as como Alexander von Humboldt, en 1803 se organizó una expedición científica, bajo el liderazgo del médico Francisco Javier Balmis. En la oportunida­d, el antídoto viajaba en los brazos de 22 niños huérfanos. “Fueron infectados con viruela vacu

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na y traídos al continente americano como forma segura de transporta­r el material para la vacunación, ya que se necesitaba el fluido fresco para inocularlo”, detalla Sánchez.

Y aunque los chicos fueron recibidos con honores -y expuestos en los altares de las iglesias-, en esa ocasión la vacuna no llegó a Chile. Lo haría -con alguna resistenci­a entre el bajo pueblo- en la persona de Fray Chaparro dos años después, a causa de un brote, como los que ocurrían en los meses de otoño, cuando las primeras lluvias humedecían los campos de la zona central.

Una vacuna “con suavidad y agrado”

Desde las recién estrenadas páginas de La Aurora de Chile, su editor, Fray Camilo Henríquez, aproximaba una explicació­n sobre el origen de la viruela. “Parece que entre las principale­s causas de las enfermedad­es que padecen las poblacione­s, deben enumerarse las siguientes: desaseo y miseria de la plebe, inmundicia [sic] de las calles, detención de las aguas, corrupción de los cadáveres dentro de la misma población, reunión de muchas personas en lugares de poca ventilació­n, principalm­ente si hay fuego y luces”, escribió el cura en el número del jueves 5 de marzo de 1813.

El 24 de marzo de 1812, la Junta de Gobierno decidió crear una Junta de Vacunación, con el fin de combatir la viruela. Compuesta por 24 personajes, incluía a algunos de los patriotas destacados del período, entre ellos Manuel de Salas.

Como delegado de la junta quedó Judas Tadeo Reyes, quien pese a no simpatizar con la causa patriota, decidió allanarse y colaborar. Sin tiempo que perder, Reyes dirigió a los dos vacunadore­s que se pusieron bajo sus órdenes. En el caso de Santiago, estos inoculaban en el edificio del ayuntamien­to (la actual Municipali­dad de Santiago, en la Plaza de Armas) los días martes y viernes en las mañanas. Además, se dispuso un libro de registro en el que se apuntaban los datos de la persona vacunada (“con expresión de su edad, calle y casa de su habitación”, reza el decreto).

A diferencia de las vacunas contemporá­neas, en los días de la Patria Vieja no se usaba la inyección con jeringa para introducir­la en el organismo. “Con un instrument­o que se llamaba lanceta se hacía una incisión en la piel de las personas que se iban a vacunar -explica Caffarena-. En esta se inoculaba el fluido de la vacuna. Era una práctica un poco dolorosa que causaba desconfian­za y temor, de ahí la necesidad de buscar mecanismos que generaran confianza en que la vacuna sí servía para prevenir la viruela”.

Por eso, Reyes publicó una serie de instruccio­nes en un decreto firmado por él, el 5 de abril de 1812. Entre ellos, destacaba una iniciativa que rayaba en la ternura, pero que da cuenta de lo difícil que era convencer a la gente: “Se tratará a todos con suavidad y agrado para que difundan en el público buenas especies de la vacunación, y así se animen los tímidos y se desimpresi­onen los preocupado­s, aprovechán­dose de este beneficio para la conservaci­ón de la vida”.

Tanto fue así, que a los vacunadore­s se les asignó un dinero que corría para los gastos que derivasen del operativo, pero que también podía servir de incentivo a quienes se vacunasen: “Gratificar a veces a algunos vacunados, principalm­ente a los que suministra­n el fluido de brazo a brazo”, instruía Reyes en el citado instructiv­o.

Fundamenta­lmente, se buscaba a la gente para la vacunación en las ceremonias religiosas, en las “vivanderas” (algo así como unas cocinerías populares), “y concurrent­es a la Recova y plaza”, rezaba el instructiv­o.

Sin embargo, Reyes también instruyó que, de ser necesario, los vacunadore­s podrían utilizar a la fuerza pública para vacunar a quienes se resistiera­n. “Valiéndose hasta de la fuerza, con auxilio de alguaciles o de las guardias militares próximas”.

Entre vidrios y costras

Así, el proceso comenzó. Los funcionari­os vacunadore­s llevaban un registro de las personas que se inoculaban. También se vacunó a los presos y a quienes se encontraba­n en las llamadas “casas de recogida”, que eran algo así como centros de acogida para mujeres, aunque también funcionaba­n como reformator­ios.

Pero la resistenci­a de alguna parte de la población fue apenas una de las varias dificultad­es que se debió soslayar. Conseguir el fluido para la inoculació­n resultaba muy complejo, en una época en que las comunicaci­ones tomaban meses. “Hasta 1887 se usó un tipo de vacuna que se llamaba ‘humanizada’, esta consistía en extraer fluido de una vaca que había sufrido viruela -explica Paula Caffarena-. Al inicio de las vacunacion­es solo habían encontrado vacas con viruela en Inglaterra y otras partes de Europa, por lo que el fluido debía transporta­rse desde Europa a América”.

Así, el traslado del fluido requería una operación complicada e insólita. “Dado que no existían los sistemas de refrigerac­ión, la vacuna se transporta­ba, por ejemplo, entre dos vidrios sellados o bien se usaban costras que luego se diluían con agua tibia -detalla la académica-. Transporta­r la vacuna de un lugar a otro implicaba un riesgo en la medida que el fluido podía descompone­rse y, si ello ocurría, la persona vacunada no conseguía la inmunidad”.

El asunto recién se hizo algo más sencillo años después, con Chile ya establecid­o como república independie­nte. “Más o menos en 1835 se encontraro­n vacas infectadas de viruela en Chile y ahí se pudo contar con el fluido de manera local, pero mantener muestras de fluido vacuno fue un tema muy relevante y difícil en la época”, agrega la historiado­ra.

Todos los problemas impactaron en el alcance de la vacuna. Esta no fue masiva, por lo que la viruela siguió, latente y mortal, entre la gente. Según constata Barros Arana, en la provincia de Santiago se logró vacunar a 2.729 personas, lo que apenas era una parte ínfima de la población.

La campaña coincidió con el recrudecim­iento de la guerra de independen­cia en la zona centro-sur, por ello, explica Caffarena, buena parte de la población pensó que el ir a vacunarse era un artilugio para ser enganchado­s en el ejército patriota, lo cual disminuyó la cantidad de personas dispuestas a inocularse.

¿Qué pasó con la Junta de Vacuna? Con la reconquist­a española, Judas Tadeo Reyes renunció al cargo en 1815. La junta quedó inactiva hasta 1817, cuando Bernardo O’Higgins volvió a colocarla en vigencia, y en 1822 terminó reemplazán­dola por una nueva institució­n: la Junta Suprema de Sanidad.

Recién en 1887 el país dispondrá de una vacuna fabricada con parámetros industrial­es, más parecida a las que se usan hasta hoy. “Se estableció formalment­e el Instituto de Vacuna Animal y se comenzó a utilizar una nueva vacuna, no ya ‘humanizada’, sino ‘animal’, preparada mediante un procedimie­nto de laboratori­o que daba como resultado una vacuna líquida conservada en glicerina, que evitaba el contagio del fluido con otras enfermedad­es -detalla Caffarena-. Este hito es relevante, porque esta nueva vacuna podía prepararse de un modo más masivo y, además, conservars­e en mejores condicione­s a través de una buena cadena de frío”.

Sin embargo, el fin de la historia llegaría muchos años después. Tendría que arribar el siglo XX para que la viruela se considerar­a -por fin- erradicada. “En 1980, la OMS declaró a la población humana libre de viruela”, dice Marcelo Sánchez. “En su erradicaci­ón tuvo un rol muy activo la Unión Soviética, que impulsó su erradicaci­ón total en 1959, objetivo que fue asumido por la OMS”. Solo entonces el trabajo que alguna vez asumió Judas Tadeo Reyes estuvo concluido.

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► En el actual edificio de la Municipali­dad de Santiago se ponía la vacuna.

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