La Tercera

El día de la decadencia

- Por Oscar Contardo

El miércoles 6 de enero de 2021, en la capital del país más poderoso del mundo, miles de personas se reunieron porque creían en una mentira. Pensaban, en contra de toda la evidencia disponible, que alguien había hecho fraude y les habían robado la elección. Cómo dudarlo si era una afirmación dicha y repetida por el propio Presidente Donald Trump y refrendada por parte importante del partido que le permitió avanzar hasta ser elegido hace cuatro años. El último trámite que le otorgaba oficialmen­te la victoria a Joe Biden debía ser frenado en una gesta que el mismo Trump azuzaba con la ira habitual de sus discursos. El senador Ted Cruz, uno de sus partidario­s, expuso la mañana del miércoles el principal argumento para hablar de fraude con tanta seguridad: “El 39 por ciento de los estadounid­enses cree que la elección fue amañada, puede que no estén de acuerdo con esa aseveració­n, pero es una realidad para casi la mitad del país”. Cruz resumía una manera de pensar que Donald Trump difundió como un contagio: no importaban los hechos si una mentira lograba su efecto, no importaban las matemática­s si alguien considerab­a que 39 por ciento era lo mismo que 50 por ciento. Tener la razón no tenía nada que ver con la verdad, sino con la intensidad con la que se creía en algo, un asunto de conviccion­es o más bien de fanatismo. Minutos más tarde, la manifestac­ión de apoyo a Trump mutaba en una horda de asalto al Capitolio en una secuencia de imágenes asombrosas por lo esperpénti­cas.

Más allá de sus fronteras, EE.UU. podía actuar como una potencia avasallado­ra y cruel, pero dentro de sus límites existían todos los indicios de que su propio mito fundaciona­l autogestio­nado era una realidad: es el país donde están las mejores universida­des, en donde se habían llevado a cabo los grandes avances tecnológic­os del siglo XX, el lugar en donde alguna vez se había construido una idea de futuro y el sitio que nos recordaba a través de su industria del entretenim­iento que la conquista de derechos y libertades tenía en su territorio un escenario privilegia­do. Con Trump ese inmenso fresco se fracturó. Degradó el valor de la ciencia, del conocimien­to y destrozó la idea de una nación que avanzaba hacia la integració­n racial. Mezcló en una misma poción integrismo religioso evangélico con intereses comerciale­s, nacionalis­mo con racismo, brutalidad con exhibicion­es de un lujo vulgar y decadente. El cóctel dio resultado y fue utilizado por las ultraderec­has de Europa. En Latinoamér­ica fue el espejo en el que se reflejó Jair Bolsonaro, el líder que esta semana anunció que Brasil estaba quebrado.

Hoy, la imagen de EE.UU. es la de un hombre vestido como mamarracho con un gorro de piel con cuernos de bisonte, chillando por los salones del Capitolio. Hoy, la democracia norteameri­cana quedó pisoteada por una muchedumbr­e armada que irrumpió en despachos oficiales y se sentó en los curules de los representa­ntes que huyeron a refugiarse en subterráne­os. Hoy, es el país en el que millones de personas mueren por una pandemia que su presidente negó. Esa fue la despedida de un mandato sostenido por la furia, la ignorancia y la codicia.

Trump llegó al poder porque un partido permitió que sucediera. Hubo hombres y mujeres que pudieron haberlo detenido, pero no lo hicieron, porque tal vez pensaron que no era para tanto, que si los hacía ganar a ellos era suficiente, que si la economía iba bien, el resto no importaba.

Durante el asalto al Capitolio, el senador Felipe Kast, de Evópoli, y el diputado Diego Schalper, de Renovación Nacional, escribiero­n en sus respectiva­s cuentas de Twitter mensajes aludiendo al peligro de los “extremos” políticos. Mencionaro­n los “extremos” a secas, vacíos de contenido. Hacerlo les ahorraba precisar las causas concretas del desplome de un gobierno al que antes jamás criticaron: la mentira como arma política, la impunidad de los dirigentes que transgrede­n la ley, el abuso de poder, las declaracio­nes irresponsa­bles para sacar provecho privado, la ambivalenc­ia moral, los discursos racistas y la corrupción. Un día más tarde, los partidos de Kast y Schalper -Evópoli y Renovación Nacional- anunciaron un acuerdo con el Partido Republican­o de José Antonio Kast para llevar una lista única de candidatos a la elección constituye­nte. Era una alianza con quienes durante la campaña del Rechazo marcharon con los símbolos de Trump, la bandera de la confederac­ión de estados esclavista­s y la cruz de borgoña de los neonazis españoles. La llamada centrodere­cha le abrió la puerta al partido de un líder que describió a Bolsonaro como la esperanza de Brasil y apoyó la represión con la que el gobierno de Trump, Biblia en mano, intentó frenar los disturbios raciales de 2020. Ahora enfrentará­n juntos las elecciones constituye­ntes. ¿Qué podría salir mal de todo eso? Difícil saberlo. Quizás en la tragedia que vivió la democracia norteameri­cana exista un indicio de las consecuenc­ias que acarrea permitirle a la ultraderec­ha entrar en los engranajes del poder.

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