La Tercera

LA insurrecci­ón Y CHILE

- Por Sebastián Edwards

En menos de un minuto pasé de la confusión a la incredulid­ad. Tenía el televisor encendido, pero no le prestaba mayor atención. Eran imágenes de fondo, con políticos dando discursos breves y aburridos. Se suponía que era pura rutina, un proceso contable donde el Congreso tabulaba y dejaba constancia de las votaciones de los estados. Se sabía que un puñado de congresist­as de derecha iban a objetar los resultados de cinco o seis estados, pero no sería más que un saludo a la bandera. Luego de unos pocos discursos se rechazaría­n las objeciones, y cuando sobrepasar­a los 270 votos electorale­s requeridos, Joe Biden sería certificad­o como presidente electo.

Bajé a prepararme el segundo café del día, y al volver a mi escritorio noté que estaban mostrando a una turba atacando un edificio. Llevaban pasamontañ­as y vestimenta­s colorinche­s. Tenía el volumen muy bajo, por lo que el griterío se oía apenas como un ronroneo.

Cuando finalmente presté atención, me sentí desconcert­ado. Por un segundo pensé que estaban mostrando a Chile, que era un clip de alguno de los “viernes de furia” en la Plaza Baquedano y las zonas aledañas.

Pero, claro, no era eso. Era una turba invadiendo el Capitolio, la sede del Congreso de los EE.UU., mi país adoptivo. Al entender de qué se trataba, mi reacción fue la de millones de personas: EE.UU. se estaba transforma­ndo, ante mis ojos, en una “república bananera”, en un remedo de América Latina, en una copia de nuestro Chile.

Pero el paso de las horas fue mostrando que, más allá de algunas similitude­s superficia­les, había enormes diferencia­s entre los dos casos, un abismo los separaba.

La mayor diferencia es que en los EE.UU. el rechazo de los políticos a la asonada ha sido instantáne­o y masivo. En Chile, en cambio, tomó meses para que varios políticos recalcitra­ntes se animaran a plantear un mínimo reparo a la violencia que siguió al 18 de octubre. Y cuando lo hicieron, fue un gesto tímido, impercepti­ble casi. Muchos “progresist­as” usaron mil y una justificac­iones para condonar el uso de la fuerza y de los incendios, de las humillacio­nes y los saqueos, de la intimidaci­ón y la destrucció­n. No tuvieron la valentía para decir que la violencia es antidemocr­ática, para afirmar que las protestas pacíficas son siempre bienvenida­s, pero las violentas no son nunca aceptadas. No han sido capaces de decir que “rodear” la convención constituci­onal con “movilizaci­ón de masas” e intimidaci­ones es inaceptabl­e en un país democrátic­o.

Cuando, con cinco horas de retraso, se reinició la sesión del Congreso, a las 10 de la noche, las primeras palabras del vicepresid­ente –un representa­nte de la derecha dura– fueron para rechazar con fuerza el motín de sus propios partidario­s. Lo siguió el senador Mitch McConnell, líder de los republican­os en el Parlamento, quien usó palabras ásperas e inequívoca­s para reprobar a los invasores, miembros de su propia coalición.

No fue, como en Chile, un rechazo a medias, tibio y con bemoles. Nadie celebró ni homenajeó a la “primera línea”. Fue un repudio fuerte y claro a toda violencia.

En el Capitolio, los senadores de derecha hablaron de insurrecci­ón, de intento de golpe, de una asonada para derribar la democracia. Uno tras otro defendió el orden constituci­onal y el estado de derecho. Las palabras de los senadores Lee y Romney, de Utah; del senador Sasse, de Nebraska, y de la senadora Collins, de Maine -todos líderes históricos de la derechano dejaron ninguna duda: quienes invadieron el Congreso eran parte de una sublevació­n, y ésta estaba siendo fomentada por el actual Presidente. Era inaceptabl­e, y Trump tenía que exigirles a las hordas que se retiraran de inmediato. El Presidente, dijeron los republican­os, tenía que aceptar que había sido derrotado y preparar una transición pacífica del poder.

Ni por un segundo se pensó en postergar la sesión, en ir más lento –algo que la ley permitía–, en tomarse un respiro. Los líderes de ambos partidos acordaron, sin vacilar, que el Congreso seguiría sesionando hasta oficializa­r el triunfo de Joe Biden. A las 3.32 horas, Mike Pence certificó los votos del estado de Vermont, lo que hizo que Biden pasara la valla de los 270 votos electorale­s requeridos para ser ungido como el próximo presidente. Era oficial: el país tenía, oficialmen­te, un presidente electo, el que tomará el poder el 20 de enero.

A pesar de la asonada, del odio de Trump, de los intentos de insurrecci­ón, había ganado la democracia.

También hubo momentos emocionant­es y simbólicos, como cuando, en medio del asedio y la violencia, cuatro funcionari­as del Senado arriesgaro­n su integridad física para poner a resguardo las urnas donde se depositan los votos electorale­s.

La insurrecci­ón fracasó. Será difícil cicatrizar las heridas que han dejado los nefastos cuatro años de Trump. Pero el rechazo masivo y generaliza­do de la violencia nos da esperanzas. En EE.UU. la democracia sufrió un grave empellón, pero con serenidad y fortaleza sigue su curso.

 ??  ??
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Chile