La Tercera

Desconfian­za lúcida

- Investigad­or del IES. Por Pablo Ortúzar

Mi mayor convicción política es esta: hacer el bien es mucho más difícil de lo que parece. Y no es principalm­ente culpa de la maldad o mediocrida­d de los adversario­s políticos. Uno puede tener las conviccion­es políticas más puras, la mejor de las intencione­s y toda la disciplina posible, y aun así terminar no sólo cometiendo errores o produciend­o daños leves, sino con mayor probabilid­ad creando males profundos y brutales. Corruptio optimi pessima, decían los romanos. La corrupción de lo mejor es lo peor. Quien se equivoca creyendo intensamen­te que hace el bien, probableme­nte hará un mal mayor. El camino al infierno está pavimentad­o de las buenas intencione­s de personas honestas.

Este problema es delineado con claridad por San Pablo en su carta a los romanos. Ahí dice “no entiendo mis propios actos: no hago lo que quiero y hago las cosas que detesto”. Y va más allá: “Puedo querer hacer el bien, pero hacerlo, no... De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que detesto”. No entendemos bien nuestros propios actos porque no entendemos tampoco el mundo que habitamos. En otra carta, a los corintios, el mismo Pablo dice “ahora vemos todo de manera imperfecta, como reflejos desconcert­antes... todo lo que ahora conozco es parcial e incompleto”.

Ahora bien, parcialida­d e incompleti­tud no significan total imposibili­dad de discernir el bien en el plano de la acción. Pero sí nos llaman a la prudencia, a la humildad y a la moderación. No hay soluciones ni rápidas ni fáciles a casi ningún problema político. De ahí la importanci­a de la deliberaci­ón, la ponderació­n de argumentos y el estudio de casos. Y también del respeto por lo probado bueno. Todas advertenci­as importante­s para los candidatos a la convención constituye­nte.

En ese sentido, una lectura imprescind­ible para esos miles de aspirantes es El Federalist­a. Un compilado de 85 artículos con los que Madison, Hamilton y Jay, bajo el pseudónimo de “Publius”, defendiero­n entre 1787 y 1788 la necesidad de aprobar un nuevo texto constituci­onal para Estados Unidos.

La importanci­a de El Federalist­a no reside principalm­ente en las soluciones específica­s a las que llegan sus autores, sino en el camino que siguen para elaborar sus argumentos y la preocupaci­ón constante por la relación entre el plano de la realidad y el del articulado constituci­onal. Esto convierte al libro en una verdadera escuela de pensamient­o institucio­nal que se encuentra abierta a todo aquel que recorra sus páginas.

El libro comienza ponderando la difícil misión que el pueblo estadounid­ense tiene por delante: construir un orden basado en la participac­ión popular que no colapse rápidament­e como tantos otros en el pasado. Para lograrlo, ese pasado es examinado, sus lecciones son puestas sobre la mesa y, finalmente, son convertida­s en principios racionales. Las buenas intencione­s, así, son sometidas a un exigente examen.

Esto, y no menos, es lo que necesitare­mos de nuestra constituye­nte. El esfuerzo de convertir la presente desconfian­za rabiosa en lo que podríamos llamar, parafrasea­ndo al candidato Andrés Murillo, “desconfian­za lúcida”. Una base modesta, pero sólida, sobre la cual organizar la república que heredarán nuestros hijos.

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