La Tercera

Otra vez en guerra

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Perdí la cuenta de la cantidad de guerras libradas. Cada cadena nacional se añade una, anunciada con la seguridad de quien cree que las cosas se resuelven hablando golpeado. Se han declarado guerras contra la pobreza, contra la delincuenc­ia, contra las puertas giratorias, contra el narcotráfi­co, contra la mala educación, contra la mala alimentaci­ón y contra el coronaviru­s. Es un mensaje simple, tan sencillo como la línea que separa buenos de malos en una historieta de héroes y villanos; supone eso sí una manera de mirar las amenazas desde una perspectiv­a animista, como entes o demonios portadores de desgracias autónomas: una cosa es la miseria, otra el narcotráfi­co, otra la delincuenc­ia, otra la violencia. Cada espíritu maligno funciona con una autonomía que debe ser desactivad­a con la energía de una tropa en pleno combate. El garrote, el castigo, la cárcel. Un día se le gana al demonio de la violencia, otro día se derrota al de la delincuenc­ia, durante el tercero se le hace frente a una crisis compleja a la que es más fácil caratularl­a como “terrorismo”, que abordarla en su profundida­d.

En junio de 2018 en La Araucanía el presidente Sebastián Piñera encabezó una ceremonia. En ese acto fue presentada una nueva fuerza policial antiterror­ista llamada Comando Jungla, entrenada en Colombia durante el gobierno anterior, en la lógica de un conflicto extranjero violentísi­mo que involucrab­a guerrillas, narcotráfi­co y fuerzas paramilita­res. Durante esos meses había surgido declaracio­nes que mencionaba­n una supuesta conexión entre las FARC colombiana­s y comuneros mapuche, un vínculo con pruebas débiles que nunca fueron refrendada­s por evidencia contundent­e. Era un asunto deslizado con insistenci­a en entrevista­s y trascendid­os. La sospecha era más fuerte que los hechos, pero eso no contaba, lo importante era demostrar que las autoridade­s estaban dispuestas a ir a una batalla. La ceremonia en la que se presentó el Comando Jungla tuvo como puesta en escena a ochenta uniformado­s en tenida de combate, rodeados de tanquetas, autos blindados y drones. Las autoridade­s oficialist­as celebraron la iniciativa. Seis meses después de aquella ceremonia, el gobierno anunciaba el retiro del Comando Jungla de la zona, luego del asesinato de Camilo Catrillanc­a ocurrido en noviembre de 2018: “Vamos a reforzar el plan de La Araucanía en sus cuatro pilares, diálogos y acuerdos, desarrollo económico-social, revaloriza­ción y reconocimi­ento de los pueblos originario­s y seguridad”, fueron las palabras del presidente Piñera.

Fue solo una tregua entre tanta declaració­n de guerra.

El 7 de enero recién pasado, mismo día en que se leyó la sentencia en contra del carabinero que le disparó a Camilo Catrillanc­a, un grupo de 850 policías de invetigaci­ones llegó a la región de la Araucanía en un operativo sin precedente y largamente planeado, según el propio director de la PDI, Héctor Espinosa. Eligieron precisamen­te esa fecha, es decir, un momento de gran relevancia para la dignidad de la familia Catrillanc­a, porque les facilitarí­a el acceso a la zona: muchos miembros de la comunidad que sería intervenid­a, estarían esperando el veredicto del tribunal en Temuco, por lo tanto, sería más fácil para la PDI irrumpir en el área. Lo dijo el mismo Espinosa. El despliegue significó un policía muerto, otros tantos heridos, y la imagen feroz de la viuda y la hija de siete años de Camilo Catrillanc­a soportando un trato humillante por parte de los agentes del Estado. Aunque hay fotos que prueban la manera violenta en que fueron retenidas, el jefe de la PDI desmintió iracunadam­ente que tal cosa sucediera. Como ya se hace costumbre la policía en lugar de rendir cuentas, reprocha cualquier intento de fiscalizac­ión de los ciudadanos y los representa­ntes políticos, como si fuera una afrenta. El logro de la operación fue el hallazgo de 1.200 plantas de marihuana y diez armas de fuego. Para el gobierno eso fue un operativo exitoso. Como contraste el miércoles 13 de enero en Molina, región del Maule, se decomisaro­n cerca de 15.000 plantas de marihuana, en un despliegue infinitame­nte más modesto en número de policías. También hubo balazos -por lo tanto, había armas de fuego- pero nadie habló de un nexo especial entre los habitantes de esa zona y el narcotráfi­co, como se ha hecho con la crisis de la Araucanía ahora que el vínculo con las FARC ya no tiene eco.

El narcotráfi­co avanza, pero lo hace a escala nacional, colándose por todos los sitios en que la pobreza y la corrupción se lo permiten.

Durante los últimos años hemos escuchado muchas declaracio­nes de guerra, demasiadas batallas que jamás terminan y el único resultado hasta el momento ha sido un sinfín de derrotas maquillada­s como triunfos, institucio­nes reventadas por el descrédito y una región cada vez más fracturada por la irresponsa­bilidad de gobernante­s que prefieren la represión a la política.

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