El Estado de ayer, de hoy y de mañana, según EDUARDO CAVIERES
El premio Nacional de Historia 2008 discurre sobre el devenir de la organización política en su ensayo 2020 (antes y después). Persistencia de las desigualdades, fragilidad de las libertades.
La atribución del Premio Nacional de Historia 2008 a Eduardo Cavieres Figueroa (Valparaíso, 1945) consideró variadas contribuciones a la disciplina. Estuvo ahí su aporte a la historia económica chilena del setecientos y el ochocientos (Comercio chileno y comerciantes ingleses 1820-1880, Servir al soberano sin detrimento del vasallo). También, sus esfuerzos en el “proceso de integración con las culturas colindantes”, expresado en proyectos binacionales con investigadores de Perú y Bolivia, sin olvidar su rol como formador de historiadores: en el aula, en el ejercicio de la profesión e incluso los miércoles por la mañana en el Café Colonia de calle MacIver, a pasos de un Archivo Nacional donde no dejaba de trabajar en sus visitas semanales a la capital.
El suyo es un oficio silencioso que tiende a pasar inadvertido, declaró por entonces el premiado a La Tercera, aprovechando de explicitar su adhesión a una historia social de la cultura: a la incorporación de “elementos más profundos de análisis que incorporen variables de la siquiatría, la antropología, la sociología”. Si no se hace tal cosa, “uno se queda corto”, remató, aunque a la luz de lo visto en la docena de años que vendrían, tal vez Cavieres se estaba quedando corto de todas maneras: más o menos en simultáneo se le dejaron caer el ayer, el hoy y el mañana. Y tuvo que hacerse cargo.
Profesor emérito de la UCV y profesor titular de la U. de Chile, lleva dos décadas de docencia e investigación en el Instituto Universitario de Investigación en Estudios latinoamericanos (Ielat), de la universidad española de Alcalá, en programas conjuntos con la UCV. Allí ha podido, sobre todo en la última década, dedicarse “con mayor énfasis al análisis del presente y a sus siempre intrincadas relaciones con el pasado, que no permiten soslayar las preocupaciones por lo que viene”.
De ahí surgieron preguntas: por el rol de las universidades, por “el papel de la historia, la historiografía, los historiadores en las certidumbres e incertidumbres de los jóvenes de hoy”, por “cómo estamos instalados en este presente sin comprenderlo realmente”. Esas y varias otras lo habían venido ocupando, entre Alcalá de Henares y Valparaíso, hasta que un seminario porteño, en octubre de 2019, marcó el final de una etapa. Vía Zoom desde su casa, cerca de la Plaza Bismarck, Cavieres lo recuerda hoy así:
“Estábamos con un grupo chileno-español en un seminario de historia y prospectiva [análisis de los futuros posibles] tres días antes de que se produjera el estallido social. Uno de los problemas que más discutíamos con colegas europeos era la situación del Estado en ese momento: la debilidad del Estado liberal. Se pensaba que, por todo lo ocurrido en la última década, estaba llegando prácticamente a un límite de contracción de su poder, de su autoridad”.
Y vino muy pronto el estallido, lo que para este historiador significó al menos dos cosas. Por un lado, desde la urgencia, reformuló y rejerarquizó algunas interrogantes para dar sentido a la revuelta, menos examinándola –aunque también - que inscribiéndola en el país y en el mundo de los últimos 30 años: de ahí salió Octubre 2019. Contextos y responsabilidades políticas y sociales (1998–2019 y más…).
Ahora, si pensar lo que vendría se complejizó tras la revuelta, el arribo de la pandemia lo obligó a reorientar el pensamiento (“más que en sus efectos epidemiológicos, pensando en la crisis económica”), encaminándolos a preguntas que aparecieron más acuciantes que ninguna otra: ¿qué fue de ese Estado, particularmente debilitado en el caso chileno? ¿Qué será de él cuando se aborde la reconstrucción de la política chilena (y del régimen político, vía constituyente)?
El esbozo de una respuesta, tomando la hebra de reflexiones previas, dio lugar a otro libro: 2020 (antes y después). Persistencia de las desigualdades, fragilidad de las libertades. Un volumen ensayístico cuyo propio título sugiere que ir en distintas direcciones, aguzando la curiosidad, no es descaminado si se persigue entender ideas, sistemas e instituciones. Cómo fueron, cómo son y cómo podrían llegar a ser. Partiendo por el Estado.
Triple promesa, triple fracaso
“El Estado volvió a respirar”, sentencia hoy Cavieres. Amagado como se le veía en Occidente, amenazado por populismos, naciona
lismos y debacles económicas, fue nada menos que la supervivencia de la especie –o algo así- lo que pareció resucitarlo. Prosigue el académico:
“Todavía en marzo-abril de 2020, el Estado seguía conceptuado en términos de una gran debilidad. Pero sucedió que, ante el impacto de la pandemia, la ciudadanía, por llamarla de una forma, recuperó esa noción del Estado que no es benefactor necesariamente, sino que tiene la obligación de proteger. El Estado recuperó una serie de facultades que estaba perdiendo. En Europa ningún Estado pidió permiso a la Unión Europea para cerrar sus fronteras: simplemente, asumió que había que ejercer la soberanía”.
El Estado (“la nación jurídicamente constituida”, como se enseñaba en los colegios) “volvió a tomar cuerpo, a tomar fuerza”, agrega el historiador. “Entonces, comencé con este libro”. Tal vez por eso, antes de explicarle al lector de qué trata la obra, en el párrafo inicial del prefacio el autor vuelve la mirada hacia Thomas Hobbes, el autor de Leviatán (1651), a través de la lectura que de él ha hecho el historiador italiano Carlo Ginzburg (el mismo que dice, un poco como Cavieres, que trata de aprender cosas del pasado para hacer conjeturas respecto del futuro).
En sus Elementos de la ley, se nos recuerda, Hobbes se refirió al “estado natural” de la especie: “Los hombres son fundamentalmente iguales y tienen los mismos derechos (para atacar y defenderse), viven en condición de guerra permanente y de miedo mutuo. Para escapar a ello, renuncian a parte de sus derechos y originan un pacto que transforma una multitud amorfa en un cuerpo político”. El Estado como la poderosa cría del temor.
Así lo vio Hobbes hace siglos. Hoy, en el contexto de una democracia que “cada vez tiene menos adeptos, desgraciadamente”, la gente “está preocupada por un Estado fuerte que le solucione los problemas, más que darle las garantías de un Estado transformador. Que vuelva a ser el hermano mayor”.
Acá vio el autor algunas cuestiones fundamentales. Por lo pronto, cuál es el derecho natural de las personas, un derecho que “tiene que ver, precisamente, con la igualdad y con la libertad, que en ningún momento se alcanzan como fenómenos universales. Por lo tanto, las sociedades entienden desde temprano que, para cumplir ciertos deseos, tienen que ‘negociar’: entregar su soberanía, la capacidad de ser iguales a los demás y de decidir por sí mismos, a un ente externo”.
Con la llegada del Estado moderno, en particular tras el triunfo de la Revolución Francesa, se genera una triple promesa universal de libertad, igualdad y fraternidad (solidaridad). Y uno de los problemas que observa el libro es un “triple fracaso” de la modernidad a este respecto, que el autor, en todo caso, no cree definitivo.
Hay, en primer término, un fracaso de la Ilustración, “porque el concepto (…) universal del racionalismo no alcanza ni a todos los individuos, ni a todas las culturas, ni a todos los grupos sociales”. Lo hay del liberalismo,
“porque conlleva una contradicción no entendida suficientemente”: los individuos son iguales ante la ley y deben ser tratados en esos términos respecto de sus capacidades, potencias y posibilidades, pero las personas eligen sus caminos y “van diferenciándose por múltiples razones, legítimas e ilegítimas”. Y queda el “Estado moderno, ilustrado y liberal”, que fracasa “por no haber dado respuesta, después de al menos dos centurias, a los contenidos centrales del nuevo pacto social que emergió pos-Revolución Francesa”.
Tales observaciones, globales y críticas, van de la mano de una constatación que expresa una inquietud: “La revalorización del Estado, bastante debilitado hasta hace poco tiempo, junto a los políticos que lo representan a través de los aparatos gubernamentales e institucionales, ofrece todo tipo de especulaciones respecto a sus formatos y a sus renovados poderes. Por otra parte, esta misma situación, llevada a nivel global, anuncia, otra vez para algunos, el fin del sistema capitalista y de la economía de mercado y su reemplazo por otro tipo de organización en que la sociedad más que ser actor relevante en esas transformaciones, ocupará nuevos roles dispuestos por el nuevo Leviatán, el Gran Hermano, el nuevo dictador”.
Y a la hora de aterrizar la mirada propiamente en su país, de vuelta al Zoom, Cavieres piensa que, a pesar de la pandemia y de las crisis concomitantes, “estamos viviendo en 1980, en 1990”.
¿A qué se refiere?
Estamos pidiendo las mismas cosas que pedíamos en 1980 o en 1990, y estamos pensando en las mismas circunstancias. Para tener una mirada más optimista respecto de lo que viene, y frente a esta persistencia de desigualdades y esta fragilidad de libertades, por lo menos necesitaríamos un proyecto nacional un poco más común.
¿Y eso lo ve lejos, o no lo ve, derechamente?
Hay un juego de engaño y desengaño. De repente vemos unas luces que parecieran alcanzar al aparato público. Hay momentos en que el Estado se alumbra un poco más, pero a la semana siguiente hay retrocesos. Recuerdo una canción de cuando era niño (“De Arica a La Paz, La Paz, La Paz, un paso pa’trás, pa’trás, pa’trás”). En el estribillo de la canción, recorrías un paso menos de lo que venías recorriendo, por lo que se hacía más lento el caminar: se avanzaba, pero también se retrocedía. Es lo que nos está sucediendo.
Intuyo que la nostalgia nos asedia. Llegará un punto de saturación del encierro, anhelaremos el mundo anterior a la peste. Ese deseo aún no es explícito. Veo que cada uno intenta sobrevivir sin extrañar el pasado. Hasta ahora no escucho que se comente qué fue lo último que se hizo previo al uso de las mascarillas. Oigo escasas demandas del tiempo en que uno podía caminar por las calles improvisando el destino. Quizá la necesidad y la premura son tan fuertes que no hay espacio para los recuerdos. O el cansancio ha licuado la imaginación.
Algunos profetas aseguran que nada volverá a ser como antes. Dan por cerrada una etapa sin añorarla. ¿Habrá sido tan nefasta? La verdad, no creo que peor que otros períodos. El futuro se ve oscuro. Además, desconfío de las tesis rotundas que niegan el espesor de la historia, la contradicción como una cuestión ineludible y las variables ocultas que nos determinan.
La nostalgia es una disposición del carácter. Quedarse pegado mirando sin ver, ya que en rigor se está rememorando, es un estado frecuente. Las evocaciones fortuitas aparecen sin consulta: conversaciones íntimas, saludos con risas, pasillos de gente tomando café, salas de cine, parejas besándose en los parques, lanzamientos de libros y exposiciones llenas de murmullos, abrazos tras una puerta. Entre placer y angustia, esta emoción es imposible de reprimir. La puede gatillar la luz, un reflejo, ciertas horas, objetos. Las fotos polaroid de Andréi Tarkovski (como la de esta página) me conectan con esa sensación: una especie de variante de la tristeza, una soledad por lo que se fue, el transcurso del tiempo impregnado en colores, escenas y figuras. Las prefiero a sus películas, en las que el discurso anula las emociones.
El suizo Johannes Hofer acuñó el término nostalgia. Utilizó esta palabra en su tesis médica escrita en 1688. Con ella se refiere a “el mal de corazón” que sufrían los soldados suizos que estaban peleando en el extranjero. Suponía Hofer que solo algunos pueblos eran capaces de producir este efecto en sus ciudadanos. El exilio es, probablemente, el incentivo que permite trasformar en mito el lugar del que se está irremediablemente lejos. Ovidio escribió libros de cartas al Emperador pidiendo volver a Roma. Son epístolas marcadas por la desolación del destierro.
Al parecer, algunos chilenos, no siente tal angustia. En los diarios de Raúl Ruiz la añoranza es analizada con suspicacia, al igual que las costumbres, la picardía y el lenguaje nacional. Roberto Matta, en sus conversaciones, se muestra feliz de su distancia respecto de sus orígenes. Ambos creen que huir les permitió convertirse en artistas. José Donoso, en cambio, expone un vínculo ambiguo, que oscila entre el desprecio y la preocupación. Como escritor depende de su memoria y su lengua madre. A la vez quiere ser famoso. El obsceno pájaro de la noche es un ejemplo superior de su tormento. Fue escrita con dolor físico, al borde de la locura, sin placer, con la ambición de instalarse en las raíces y, a la vez, enganchar con la tendencia del realismo mágico. El resultado es una obra compleja, que dilucida el inconsciente colectivo y cala en nuestra idiosincrasia desde el delirio. Afuera sorprendió por el universo grotesco y queer que expone. Recibió otra lectura. Carlos Fuentes dijo que se trataba del libro más experimental y raro del “boom” latinoamericano.
Roberto Bolaño es un caso todavía más enigmático. El Chile que sale en sus narraciones se limita a su experiencia singular, a un trauma, y a su preocupación por la tradición poética. Siempre fue un crítico que operó con resentimiento. Jamás, eso sí, opinó de política ni de la trama social. Su prosa está impregnada de giros españoles. No hay huellas del habla chilena en Bolaño. Es un autor deliberadamente desarraigado, a la intemperie. En Nocturno de Chile abundan los estereotipos, escasean las descripciones. Relata historias chilenas, no desde dentro como Donoso, sino que su visión está acotada a la perspectiva del extranjero. En Los detectives salvajes ocurre lo opuesto: los personajes están vivos gracias al manejo del mexicano y las imágenes que proyecta del DF son cinematográficas, inolvidables, específicas.
Lo que sí genera nostalgia es el paisaje. En Gabriela Mistral está presente el norte en cartas y poemas, lo mismo que en los escritos autobiográficos de Luis Oyarzún donde los bosques y las plantas poseen un protagonismo equivalente a sus amigos. Jorge Teillier hizo una poética del sur, la Frontera, la provincia. Elaboró una ficción basada en su experiencia y lecturas. Creó una edad de oro, un paraíso romántico al que invocar. Sus versos son tenues y seductores: “Cuando todos se vayan a otros planetas / yo quedaré en la ciudad abandonada / bebiendo un último vaso de cerveza, / y luego volveré al pueblo donde siempre regreso / como el borracho a la taberna / y el niño a cabalgar / en el balancín roto. Y en el pueblo no tendré nada que hacer, / sino echarme luciérnagas a los bolsillos / o caminar a orillas de rieles oxidados / o sentarme en el roído mostrador de un almacén / para hablar con antiguos compañeros de escuela”.
La melancolía y la nostalgia son palabras cuyos significados se han ido acercando. Acompañan en situaciones de aislamiento. Incomodan el ánimo, detonan la inspiración, definen personalidades. Han resistido siglos de interpretaciones. Los antiguos las consideraban enfermedades espirituales que provenían de los humores del organismo. Los isabelinos la veían como una moda afectada. Mark Fisher sostenían que eran un estigma del poscapitalismo.
La libertad y el cuerpo son las primeras víctimas del miedo y riesgo que nos acosan. Hacer el duelo, acordarse de cuando nos movíamos sin restricciones, sentir la pérdida, es una posibilidad.