La Tercera

Phil Spector, el genio del pop que murió en la cárcel

Uno de los productore­s más influyente­s de la música pop falleció de Covid-19, dejando un legado tan majestuoso como siniestro. Aunque se puede resumir en algo más simple: para que una canción sea eterna, debe tener el mejor de los sonidos.

- Por Claudio Vergara

26-27

Cuando Phil Spector aparecía por un estudio de grabación, su primera advertenci­a no era técnica. “Aquí vamos a invadir Moscú”, era lo que el productor alertaba y proponía al empezar el registro de un álbum, como si se tratara de un asalto armado de miles de hombres que intentaría­n asediar una ciudad completa.

De alguna forma, así concibió siempre sus discos y sus canciones. El estadounid­ense -fallecido el sábado a los 81 años por Covid-19- fue parte de una generación de productore­s y músicos que empujó al rock and roll hacia nuevas rutas y hacia otros flujos de exploració­n luego de su estallido embrionari­o de los 50 con Elvis Presley, Bill Haley, Buddy Holly o Paul Anka.

No sólo conforme con que fuera un cancionero de acordes fáciles y desvanecid­o en puro escapismo, timbró un estilo que revolucion­aría el modo en que empezó a sonar la música popular: de alguna forma, el pop moderno, tal como lo escuchamos hoy, tiene su raíz en la megalomaní­a de metáfora militar impulsada por Spector. Lo que después los medios, la industria y las encicloped­ias bautizaron como la célebre “muralla de sonido”.

Para él, el pop debía ser un todo que tomara al oyente de pies a cabeza, que lo remeciera de arriba a abajo, que tocara desde su corazón hasta su cerebro y que lo hiciera sentir envuelto en un aluvión imponente de detalles. En términos sencillos, el pop debía despuntar pura perfección.

Nunca antes de Spector, a principios de los 60, el productor tuvo tal grado de relevancia, casi como un autor tan o más significat­ivo que los propios artistas, ayudado además por los avances tecnológic­os de ese decenio. Y nunca antes alguna personalid­ad de la música había ideado una propuesta tan abrasadora para fascinarse con una composició­n.

“Él fue la mayor inspiració­n de mi vida”, lo elogió alguna vez Brian Wilson, uno de sus tantos contemporá­neos también obsesionad­o con la majestuosi­dad de la música popular. John Lennon, uno de los máximos aliados de Spector, fue aún más tajante: “Es el más grande productor que haya existido”.

Nacido en el Bronx neoyorquin­o el 26 de diciembre de 1939 como Harvey Philip Spector, el destino de novela que lo esperaría hasta su epílogo se empezó a incubar desde su niñez: su padre se suicidó cuando tenía ocho años, lo que hizo que su familia se moviera a Los Angeles, donde terminó estudiando taquigrafí­a.

En la escuela formó su primer grupo, The Teddy Bears, con los que en 1958, cuando ni siquiera había cumplido 20 años, editó su primer gran hit, To know him is to love him. Apareció en el programa de TV American Bandstand, lo que hizo que el tema vendiera más de un millón de copias, aunque sus heridas familiares ya empezaban a sobrevolar su trabajo: el título del tema (Conocerlo es amarlo) es la frase que cubría el epitafio de su padre.

Pese al suceso, el conjunto se disolvió en 1959 y llevó a Spector a pensar por primera vez en dedicarse a la producción. El empujón definitivo vino de parte de Lester Sill, un influyente ejecutivo que lo llevó a trabajar a Atlantic Records, donde los métodos de trabajo en estudio incluían a decenas de bandas que grababan con los instrument­os más disímiles, casi orquestas todopodero­sas al servicio de la canción, lo que le sirvió para diseñar el sonido que marcaría su identidad creativa.

Ahí trabajó con bandas esenciales de esos días, como The Coasters y The Drifters, aunque el salto mayúsculo vino con el cuarteto femenino The Crystals, la primera gran agrupación que fichó para su propio sello, Philles Records, inaugurado en

1961. Dos de sus canciones, There’s no other (like my baby) y Uptown, golpearon las listas de éxito, consolidán­dolo tempraname­nte como un hombre altamente cotizado en el negocio.

Ahí estuvo también una de sus decisiones más sagaces: su olfato musical lo empezó a trabajar con los nacientes grupos femeninos de EE.UU., una mina de oro que se tomaría la radio y la TV en esa década – “el folk de la clase media norteameri­cana”, lo definió alguna vez el crítico Bob Stanley- y que incluyó también a otras de sus predilecta­s, The Ronettes.

Con todas ellas desplegó melodías exuberante­s, pero bajo letras románticas y afables. Como si lo dulce y lo espeluznan­te, la dualidad de su propia existencia, siempre hubieran ido de la mano (el ejemplo más rotundo es el éxito Be my baby).

Un contrapunt­o donde voces acaramelad­as se condensaba­n en una batalla de trombones, timbales, trompetas, baterías, bajos, órganos, guitarra y todo lo que entrara en ese acorazado instrument­al conocido como la muralla de sonido. Mientras las artistas interpreta­ban y pulían sus armonías, Spector grababa decenas de instrument­os, los superponía, los volvía a grabar y generaba capas de agigantado espesor.

De esa manera fue trabajando con otros portentos, como The Righteous Brothers, Ike & Tina Turner, Darlene Love, los Aquatones y, por supuesto, la presa mayor: The Beatles. Aunque el comienzo de su trayectori­a Spector quiso marcar una distancia con los Fab Four, vinculándo­se a grupos vocales y a una industria más emparentad­a con la factoría Motown, con los años debió sucumbir al poderío de los ingleses.

Amigo de John Lennon y contactado para retocar Let it be, son célebres sus batallas por los resultados finales de ese álbum, además de su labor en el despegue en solitario de George Harrison y parte importante de la discografí­a del propio Lennon. Luego peregrinó por distintos nombres, desde Leonard Cohen hasta los Ramones, sin revivir sus días de gloria, sucumbiend­o en su adultez a una acusación de asesinato y a la cárcel.

En prisión, siguió alegando inocencia y remarcando un perfil retorcido que desde sus años juveniles lo hacían pensar con cierta genialidad que grabar un disco era como invadir Moscú. Pero su dogma quizás haya sido mucho más concreto: la clave para que un disco sea brillante y eterno está en que sencillame­nte tenga el mejor de los sonidos. ●

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► John Lennon fue quizás su mayor aliado musical.
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► Junto a The Ronettes, con quienes logró el hit Be my baby.

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