EL LARGO ESTRÉS DEL COVID
Inés solía usar la locomoción colectiva para visitar a sus nietos. Sin saberlo, hacía uso de las tres herramientas más recomendadas para un envejecimiento saludable: actividad física, actividad intelectual y contacto social. Hoy, después de un año, siente que los años se le han venido encima y que el aislamiento le ha cobrado un alto precio.
Tras perder su trabajo, Alfredo vive en casa de su hermana desde hace seis meses. Sin darse cuenta, en las tardes, ambos han comenzado a beber. Hoy se asombran al ver la gran cantidad de botellas que se acumulan junto al basurero.
A Natalia le gusta su trabajo, pero hoy no logra concentrarse, siente que no descansa durante las noches, ha subido de peso y está más irritable con su esposo. Intenta supervisar a sus hijos en sus labores escolares mientras trabaja desde su improvisada oficina en un rincón del dormitorio.
Al igual que la de ellos, nuestras vidas también han cambiado el último año y el cerebro ha debido activar mecanismos de alarma para enfrentar estos cambios y amenazas que, al ser prolongados, pueden expresarse como desgaste, agudización de condiciones previas o síntomas físicos y emocionales que interfieren en nuestra vida cotidiana.
Focalizar la asistencia en los grupos más vulnerables, facilitar el acceso presencial o remoto al diagnóstico y tratamiento de problemas de salud mental, disminuir la incertidumbre por medio de mensajes claros y estables por parte de la autoridad, permitir y fomentar la actividad física, cuidar las horas de sueño y la alimentación, mantener alguna actividad regular que facilite ocuparse, distribuir las tareas del hogar, disminuir la exposición a noticias o plantearse metas a corto plazo que permitan volver a sentir algún grado de control sobre la realidad son algunas herramientas que pueden ayudarnos durante los próximos meses de este largo encierro.