La Tercera

¿DÓNDE ESTÁN LAS águilas?

- Por Ernesto Ottone

Prácticame­nte todos los organismos que miden la situación socioeconó­mica, ya sea aquellos de Naciones Unidas, académicos y de organizaci­ones privadas, coinciden en que América Latina es la región más afectada por el Covid19 en el mundo.

Según la Cepal, el PIB de América Latina cayó en un año 7,7%, y pese a que la región tiene sólo el 8,4% de la población mundial, ha registrado 27,8% de las muertes en el mundo a causa de la pandemia.

Ha aumentado la pobreza, en particular la pobreza extrema, de manera importante. Lo avanzado en la disminució­n de la pobreza ha retrocedid­o 12 años y de la pobreza extrema, 20. Se han cerrado 2,7 millones de empresas; ha aumentado la desocupaci­ón y los empleos informales ocupan un lugar mayor entre quienes trabajan; ha aumentado el hacinamien­to, que alcanza el 55% de los hogares urbanos, digámoslo de una vez, los latinoamer­icanos atravesamo­s una situación catastrófi­ca.

Es cierto que veníamos mal desde antes, ya en 2014 la disminució­n de las desigualda­des se había estancado, la pobreza había lentamente comenzado a crecer, sobre todo la pobreza extrema y la precarieda­d de quienes habían salido de la pobreza en el decenio virtuoso anterior estaba generando una vulnerabil­idad creciente en un amplio sector de la población, que percibía como una posibilida­d real regresar a su situación pasada, con toda la desazón y la rabia que ello naturalmen­te provoca.

Este cuadro naturalmen­te condujo a un debilitami­ento grave de los avances democrátic­os que habían experiment­ado los sistemas políticos de la región, aumentando la desconfian­za y la desesperan­za en buena parte de la ciudadanía, provocando cambios bruscos en el estado de ánimo social e impulsando en la opinión pública una tendencia a simpatizar con discursos simplifica­dores y populistas, ya sea de izquierda o de derecha.

Esta situación es difícilmen­te atribuible al fracaso de un solo estilo de gobierno o de un modelo de desarrollo.

Las cosas anduvieron mal para todos, si bien la ortodoxia económica impidió en muchos países un esfuerzo distributi­vo más audaz, el país que más ha empeorado, por lejos, ha sido Venezuela, cuyo régimen económico nadie puede calificar como adicto al neoliberal­ismo.

Afortunada­mente, el decenio 20042014, de fuerte crecimient­o gracias al alto precio de las materias primas, permitió a la mayoría de los países realizar en tiempos de pandemia un considerab­le esfuerzo de protección social, sin el cual las cosas estarían todavía peor.

Sin embargo, incluso así, las tres grandes economías de la región están en una situación económica, social y sanitaria muy comprometi­da y sus líderes tienden a equivocars­e continuame­nte, el primero por bruto, el otro por raro y el tercero por inconsiste­nte.

Le costará mucho a la región levantar cabeza.

Chile no escapa a gran parte de las tendencias de la región, pero aun cuando los chilenos tenemos la percepción de que hemos descendido a los avernos, nuestra caída ha sido menos profunda, junto a Uruguay, que el conjunto de los países de la región .

Ello ha podido ser así gracias, sobre todo, al patrimonio económico-institucio­nal de políticas públicas, en su mayoría eficaces, que se acumularon durante años de democracia y de tránsito a un liberalism­o con elementos de inclusivid­ad social cuya existencia adquiere toda su importanci­a precisamen­te cuando las cosas se ponen malas.

Sería un grave error, sin embargo, sacar cuentas alegres, porque no estamos bien, no sólo por el período duro que atravesamo­s en la pandemia desde el punto de vista sanitario, sino porque su efecto económico y social es dramático. Baste considerar el crecimient­o exponencia­l de los campamento­s, que nos muestra una reversión inaceptabl­e en la situación de pobreza extrema.

Si bien el proceso de vacunación en acto ha sido exitoso y será la base indispensa­ble de la recuperaci­ón posterior, la magnitud de contagios no cede, y su prolongaci­ón provoca una erosión en los niveles de cohesión social que es un factor decisivo para alcanzar una normalidad mejorada socialment­e, capaz de impulsar los cambios necesarios para los desafíos futuros. Su ausencia nos puede instalar en una inestable mediocrida­d por años.

El problema central para evitar la decadencia del país está, hoy por hoy, en superar la actual delicuesce­ncia de la política, en recuperar la capacidad de crear escenarios de debates y acuerdos para impedir la declinació­n de las institucio­nes. Sin ello será imposible evitar que se reproduzca­n cada vez más espacios de criminalid­ad y de violencia, mayor fragmentac­ión territoria­l y ausencia de mínimos de convivenci­a, que permitan el fortalecim­iento y el perfeccion­amiento de la democracia.

Estamos en un año electoral que podrá sancionar esta decadencia o dar un giro de timón positivo. Pero no es solo un año electoral, es sobre todo un año constituye­nte que debería sentar bases prolongada­s de una mejor convivenci­a.

Por ello, resulta preocupant­e el bajo nivel del debate político que estamos presencian­do.

Con la excepción de un cierto número de candidatos que en su mayor parte postulan a ser elegidos a la convención constituci­onal, existe un número demasiado grande de quienes postulan a diversos cargos de poder, desde concejales hasta la Presidenci­a de la República, que carecen de una mirada de largo plazo y de una idea sólida de país.

Sus palabras abundan en generalida­des y retóricas vacías repetidas hasta la saciedad, se solazan en disputas, sarcasmos y hasta descalific­aciones entre ellos, tratan de capturar apoyos con pocas conviccion­es y mucha desenvoltu­ra.

Esta actitud es transversa­l, no tiene color político, cambian las explicacio­nes y los niveles de liviandad, pero no las acciones. Dicen y se desdicen sin problemas. Parecería que en el fondo, para muchos de ellos, lo importante no es construir un país vigoroso y justo, sino sólo asegurar su elección a como dé lugar.

Cuando más se necesita levantar el vuelo y escudriñar el horizonte, lo que resuena en nuestros oídos es el cacareo incesante de las aves de corral, compitiend­o por un grano de maíz. No se ven águilas que le den altura al debate.

La metáfora plumífera tiene una antigua y curiosa procedenci­a, la usó Lenin para honrar la inteligenc­ia de Rosa Luxemburgo, asesinada durante la República de Weimar por los Freikorps , antecesore­s de las escuadras nazis.

Este, en un desacostum­brado acto de reconocimi­ento político e intelectua­l, pues Rosa lo criticó mucho en nombre de la libertad, señaló una frase de una vieja fábula rusa: “A veces las águilas descienden y vuelan entre las aves de corral, pero las aves de corral jamás se remontarán a las nubes”.

Volviendo a nuestro Chile, para superar los problemas de la conducción democrátic­a del país se requiere volar alto y avizorar nuevos horizontes. Ello hace indispensa­ble que el escenario de la política no sea copado solo por las aves de corral, sino que crezca el espacio desde el cual algunas águilas levanten la mirada.

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