La Tercera

Amor propio III

- Joaquín Trujillo Centro de Estudios Públicos

Como escribió el teólogo evangélico y dramaturgo alemán, G. F. Lessing, quienes no enloquecen frente a ciertos hechos graves es porque nunca estuvieron cuerdos (Emilia

Galotti). Ciertament­e, puede decirse que muchos chilenos quedaron fuera de sí frente a las denuncias de corrupción, de mentiras, de miles de niños muertos, de doble discursos infinitos. Sin duda, estar medianamen­te sano significa reaccionar. El problema es que vivir nos va quitando el derecho a renacer, de tal manera que llega a hacerse difícil curarse sin también dañarse, lo que puede aplicarse a un individuo como a una sociedad.

Las historias del amor propio restaurado son variopinta­s. Van desde las experienci­as edificante­s de la clase media como las que hallamos en las novelas de Jane Austen, hasta las de sus excesos criminales, como por ejemplo, los de la vida doméstica bajo el nacionalso­cialismo relativos a un grupo similar (con su rica simbología, El tambor de hojalata, de Günther Grass es un buen ejemplo).

Los chilenos quieren sanarse. Saben que la sociedad más o menos próspera de los últimos treinta años descansa sobre crímenes, los miles de muertos y desapareci­dos, decenas de miles de torturados, y en general, el ambiente embruteced­or de la dictadura. Como en el mito griego tratado por Sófocles, al igual que el Teseo que recibe los restos todavía vivos del criminal Edipo, los chilenos le dieron una oportunida­d a ese indeseable pecado original, porque como Teseo vieron que, pese a todo, portaba consigo un valor que podía ser aprovechad­o. Eso hasta hace poco, porque cuando las bases mismas del mutuo entendimie­nto —tales como la libre competenci­a— son pasadas a llevar precisamen­te por quienes las esgrimiero­n con tanto celo, esos chilenos comienzan legítimame­nte a preguntars­e si acaso ellos mismos, en vez de precavidos y astutos, no fueron más que cobardes.

Porque, en el fondo, el reclamo por dignidad, por la restauraci­ón del amor propio, es uno por el buen trato que los en teoría más fuertes deben a los supuestame­nte más débiles, pero también es un intento de acuerdo, de los subalterno­s entre sí.

La Convención Constituci­onal vista de esta manera, vale decir, un proceso terapéutic­o nacional, puede llegar a ser muy positiva. Pero si se insiste en hacer de ella otra experienci­a—de las numerosas que recuerda la historia—de eso que se dio en llamar Poder Constituye­nte Originario, seguro que caerá en la trampa de una hoja que nunca está suficiente­mente blanca, porque, a despecho de Hitler y muchos de sus “enemigos”, no hay blanco puro.

En suma, una controlada defragment­ación del disco y no un apresurado reseteo.

Quienes conocieron por primera vez las amarguras del Poder Constituye­nte, tal vez no tuvieron más opción que sufrir sus excesos. Nosotros, en cambio, tenemos la fortuna de llegar tarde a esas malas experienci­as. Por lo mismo, podemos tomar precaucion­es, para que no nos hayan creído tontos, vale decir: por amor propio.

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