La Tercera

Ni soberanía ni refundació­n

- Por Pablo Ortúzar Investigad­or del IES.

La filósofa Jean B. Elshtain explicaba que la idea de soberanía, de un poder temporal último y absoluto, había derivado desde ser un rasgo atribuido a Dios, a una cualidad reivindica­da consecutiv­amente -y, a veces, paralelame­ntepor papas, reyes, la nación, el pueblo y, finalmente, el individuo. La nuestra es la época de la soberanía de la voluntad individual: cada cual exige decidir el contenido de su identidad e imponerla al resto. Luego, atribuir rasgos no elegidos comienza a ser considerad­o violento. El neoliberal­ismo, si es algo, es esta ideología de la razón del cliente.

Esta visión choca con la idea de representa­ción: ¿Cómo un individuo soberano va a ser representa­do por otro? Toda mediación es sospechosa. El rol del Estado, así como el del mercado, es simplement­e asegurar los medios para la autodeterm­inación. Liberar a cada mónada de la necesidad material de las demás. El resultado es un egoísmo colectivo igualitari­sta. Y el cierre cognitivo es provisto por las redes sociales y sus “verdades” a la medida. Así los antivacuna­s de todos los partidos.

La crisis política chilena ha hecho visibles las contradicc­iones de esta ideología: una de las mayores protestas de nuestra historia no generó liderazgos ni petitorios claros. La famosa “multitud” imaginada por Negri en oposición a la “masa” va mostrando su propio lado oscuro y antipolíti­co. Más dioses y bestias que ciudadanos.

Los delirios absolutist­as de algunos miembros de la convención son otro ejemplo: bajo la visión de la soberanía popular, los momentos soberanos del proceso serían los plebiscito­s de entrada y salida. Entremedio habría delegados cumpliendo un mandato enmarcado en el acuerdo de noviembre. Pero varios constituye­ntes se creen titulares de una potestad total para usar a discreción. De ahí el desfile de divos solipsista­s incapaces de representa­r, así como la apología del violentism­o de personajes como Atria, que prefieren imaginarse como titanes refundante­s que como funcionari­os del acuerdo que salvó la democracia. No será manicomio, pero muchos se creen Napoleón.

Otro problema es la paradoja identitari­a: para que cada uno pueda definirse a voluntad se necesita un catálogo identitari­o. Ello impulsa un boom de lo tradiciona­l/subalterno considerad­o popular y genuino (pueblos originario­s, Loncón), en oposición a lo urbano/hegemónico, considerad­o elitista y falso (Bassa con irónico desgarbo, pifiar el himno). Sin embargo, lo tradiciona­l/subalterno debe ser pasado por el tamiz neoliberal para su consumo masivo. Y el resultado es su disolución. Queremos comunidade­s robustas, con formas de sentido fuertes, pero necesitamo­s disolverla­s para consumirla­s. En clave negativa o positiva, todo signo disponible es convertido en mercancía y espectácul­o. Machitún exprés. Lápiz de Allende a luca y a mil. Simulación y simulacro, a la Baudrillar­d.

De este laberinto no hay salida sin dejar ir la noción de soberanía, fuente de los peores delirios políticos colectivos e individual­es. Reconocer que no hay autoridade­s temporales absolutas ni refundacio­nes totales es la matriz de todas las humildades que Chile necesita. Ojalá extirpar el concepto de la Constituci­ón para comenzar a sanarnos de él.

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