Señales contrapuestas en la Convención
La primera semana de funcionamiento de la Convención Constitucional ha dejado sensaciones encontradas, donde el genuino anhelo de poder constituir esta instancia como forma de canalizar las demandas sociales y dictar una nueva Constitución que interprete a la mayoría, también se ha cruzado con prácticas propias de la “vieja política” y con afanes de algunos sectores por atribuirse facultades que van más allá del ámbito de competencias fijados para esta instancia. Para efectos de lograr que la Convención no desnaturalice su rol o que a poco andar vea desgastado su prestigio, es fundamental que estos problemas detectados sean corregidos.
Ciertamente que resultó desafortunado que la primera sesión se viera amagada producto de fallas en la coordinación que cabía al Ejecutivo para asegurar que distintas instalaciones del ex Congreso Nacional estuvieran aptas para ser utilizadas por los convencionales. Este inexcusable error, que en todo caso logró ser zanjado con prontitud y motivó cambios en la unidad respectiva, dio pie sin embargo para destempladas reacciones de sectores opositores, llegando al punto de que el Partido Comunista amenazara con una infundada acusación constitucional al ministro Secretario General de la Presidencia, idea que por ahora ha encontrado un frío recibimiento entre las fuerzas políticas.
Era previsible que al tratarse de una instancia que por ahora carece de regulaciones internas y debe por tanto abocarse a estructurar un reglamento, la mesa directiva de la Convención tendría dificultades para organizar aspectos relativos a su funcionamiento. Se observó un desorden operativo que requiere ser enmendado, tal como quedó a la vista con la discrecionalidad para ofrecer el uso de la palabra o el hecho de que se hayan llevado a cabo votaciones a mano alzada. Pero probablemente la circunstancia más compleja fue que una primera votación que impulsó la mesa para nombrar un comité ejecutivo que apoyara su labor -y que gozó de amplio respaldo- fuera anulada a instancias de algunos convencionales y vuelta a ser sometida a votación, pero esta vez cambiando los términos de la pregunta, para ampliar los cargos de la mesa, dejando la impresión de que esta puede ser susceptible a las presiones de ciertos grupos, lo que de persistir podría dejar en entredicho la imparcialidad que la mesa debe asegurar a todos los sectores.
Estos incidentes, que provocaron fuertes fricciones entre los convencionales, confirman la necesidad de que la Convención se aboque a la pronta dictación de un reglamento, además de llevar a cabo indispensables ajustes técnicos, tal que permitan que el trabajo de esta instancia pueda encauzarse adecuadamente. En ese sentido, cabe lamentar que las agresiones de que fue objeto un convencional ligado al oficialismo no haya despertado el repudio generalizado que una acción así ameritaría, pues no puede haber una deliberación libre bajo amenazas.
Tampoco ha sido una buena señal que en esta primera semana las energías se consumieran en la elaboración de una declaración en la cual, junto con justificar la violencia a partir de octubre de 2019 producto de la incompetencia de los poderes constituidos, se demande al Congreso una rápida tramitación del proyecto que busca un indulto a imputados o condenados en el marco de la protesta social, como así también al Ejecutivo para que le otorgue a dicha iniciativa suma urgencia. También se solicita la “desmilitarización del Wallmapu”, y que el indulto en el caso de Bíobío, La Araucanía, Los Lagos y Los Ríos se aplique desde el año 2001 “para los presos políticos mapuche”.
Es lamentable que la Convención haya decidido incursionar en un ámbito que no le corresponde, como es interferir directamente en los poderes del Estado. Asimismo, resulta preocupante que se insista en instalar la categoría de “presos políticos”, que si bien en el comunicado se acota al caso de personas de origen mapuche, el uso de esta terminología resulta abusivo y distorsionador de la realidad, pues en Chile no existen prisioneros de conciencia. No lo son ni quienes enfrentan prisión preventiva -o han sido condenados- por hechos en el contexto del conflicto indígena, ni con ocasión del 18/O, pues su situación penal responde a la investigación judicial por atentados, vandalismo o graves desórdenes, según sea el caso, pero de ningún modo por sus ideas. Por lo demás, no deja de ser llamativo que se haya levantado con tanto ímpetu esta declaración, en circunstancias que -tal como informó este medioapenas cinco personas siguen en prisión preventiva por hechos cometidos en el contexto del estallido social.
En ese mismo orden de cosas, el Partido Comunista -confirmando una vez más su afán desestabilizador- no tuvo éxito en su pretensión de desconocer la regla de los dos tercios, e incluso paralizar la Convención si no existía un acuerdo político sobre este punto. Las transversales críticas que recibió el documento impulsado por sus convencionales constituyen una señal adicional de que parece no haber disposición generalizada para desbordar los cauces institucionales.
La equívoca señal instando al indulto de los imputados o condenados en el marco de la protesta social, tuvo como contrapartida el que la Convención reconociera que no puede arrogarse facultades de los poderes del Estado.
La violencia que acompañó los hechos de octubre fue consecuencia de que los poderes constituidos fueron incapaces de abrirnos una oportunidad para crear una nueva Constitución”. Así cierra la Convención su primera semana de funciones. No con un reglamento provisorio para abocarse a su tarea principal, sino con una declaración que pretende zanjar la historia y, hasta cierto punto, redefinir su misión.
Según el texto firmado por 105 convencionales, la violencia sería el origen inequívoco del proceso constituyente. Además de justificarla (en una inesperada coincidencia con cierta parte de la derecha), los convencionales le atribuyen a esa violencia una consistencia y articulación que indicaban desde el inicio sus objetivos. Olvidan así el total descontrol de las manifestaciones violentas de aquellos días, cuyo destino nadie conocía y que nos hacía temer una salida autoritaria. La Convención no puede ser resultado de la violencia, entonces, pues ella no conducía a ninguna parte: era pura destrucción. Su antecedente directo es el acuerdo con el que la clase política no respondió solo a esa violencia, sino a la “marcha más grande”, donde, aunque de forma inorgánica, se expresaba de modo más articulado el malestar ciudadano. Se trató de un gesto desesperado ante el cual todos respiramos aliviados, pues abría un camino institucional para canalizar el conflicto. El masivo respaldo en el plebiscito del año siguiente fue así un apoyo a la redacción de una nueva Carta, pero también adhesión al único recurso disponible para contener la violencia que hoy la Convención reivindica.
Pero en la declaración de esta semana se esconde algo más problemático: al hablar en primera persona plural, establecen una identificación entre los convencionales y la violencia, como si en la quema del Metro hubiera estado anticipada, como una promesa, su venida. Esto revela un curioso determinismo histórico que, además de su incompatibilidad con la libertad, solo puede explicarlo el deseo de algunos de atribuirse un papel necesario en el desenvolvimiento de los hechos. Lo que les permite – aunque lo nieguen– interferir en los demás poderes del Estado y arrogarse ahora ellos –y ya no solo a la violencia– un lugar privilegiado en el destino del país. Su declaración sobre los presos de la revuelta no sería, entonces, un gesto excepcional para inaugurar su trabajo, sino aquel que redefine su papel: son ellos los verdaderos intérpretes del Chile que la clase política no supo leer y todas las demás instancias deben someterse a sugerencias que, en el fondo, son emplazamientos.
Quizás convenga ayudar a los convencionales a salir de su error de lectura: la violencia de octubre no es el origen del proceso constituyente, sino la primera y brutal explosión de una crisis incubada por años, y que no nos conducía a ninguna parte. Ningún orden puede salir de ella. Y frente a esa violencia, la política triunfó. Estando al borde del abismo, el acuerdo de noviembre no fue una rendición a lo que esa violencia impuso, sino un esfuerzo de interpretación para contenerla, y encontrar así un camino –pacífico e imperfecto– para restablecer nuestra convivencia. Es desde ahí que nace la Convención: como fruto milagroso del diálogo siempre precario de la política con las circunstancias históricas. Y porque no sabemos adónde nos conduce cada acción emprendida, es que debemos asumirla con el mayor cuidado posible. Tal vez sea ese el llamado más urgente que podemos hacerles a quienes tienen el destino de la nueva Constitución en sus manos.