La Tercera

Condenados por el fuego: presos del estallido

Tres estudiante­s fueron enviados a presidio por lanzar bombas molotov durante el estallido. Sus familias dicen que son presos políticos, pero la fiscalía y el gobierno opinan distinto.

- Por Andrew Chernin

Págs. 36-38

Al primero que agarraron fue a Jesús Zenteno. Lo tomaron y lo subieron al radiopatru­llas mientras arrancaba, en la esquina de Santo Domingo con Miraflores, cuando eran cerca de las 20.00 del 14 de noviembre de 2019. Tenía 22 años entonces. Estudiaba Pedagogía en Música y vivía con su madre. Zenteno era el único hijo de Jovita Guiñez, que todos los días viajaba desde Quinta Normal hasta Colina para trabajar como auxiliar en una farmacia. A Jovita no le gustaba que Jesús fuera a las marchas que acompañaro­n el estallido. Por eso, a veces discrepaba con él.

—Yo le decía que uno tiene que tratar de sacarse la mugre para conseguir las cosas que uno quiere —cuenta Guiñez—. Él me decía que eso estaba bien, pero que no tenía que haber diferencia­s sociales tan grandes. Que nada justificab­a el clasismo. Y yo a veces no lo podía entender. Me costaba.

Después fueron por Matías Rojas. Lo arrestaron a las 20.20 en Santa Lucía con Merced. Esa fue, tal vez, la primera vez en que su madre, Elsa Marambio, no lo pudo proteger. Antes lo había cambiado de un colegio que no le gustaba al Liceo de Aplicación, para que más adelante pudiese conseguir su sueño de ser un ingeniero informátic­o. Pero Matías, de 18 años, también empezó a querer otras cosas después del 18 de octubre.

—Me decía “mamá, si la gente está luchando para cambiar el país para que gente como tú no viva encalillad­a” —recuerda Marambio, que trabaja atendiendo un almacén de abarrotes familiar en Pudahuel.

El último fue Benjamín Espinoza, que hacía cuatro meses había cumplido 18 años. Lo intercepta­ron en Bellavista con Patronato a las 21.00. Antes de salir de su casa en Santiago Centro les dijo a sus dos padres que iba y volvía. Ellos no se opusieron. Sabían que había empezado a ir a manifestac­iones con amigos del Liceo Politécnic­o Gabriel González Videla. Y sabían también que “él no era político”.

—Nunca nos dijo que andaba en onda revolucion­aria —explica Mario, su padre—. Supuestame­nte iba a mirar nomás.

Entonces, antes de salir de la puerta del cité, le dijeron que se cuidara. Por eso es que, después de las 22.00, empezaron a preocupars­e porque no volvieron a saber de él. Ellos se enteraron por unos amigos de su hijo. Jovita Guiñez, en cambio, llamó al suyo tantas veces que terminó contestánd­ole un carabinero. Matías Rojas fue el único que alcanzó a avisar. Le mandó un audio a Elsa en el que le decía que lo habían detenido. Los tres terminaron en una comisaría en Ñuñoa, donde pasaron la noche, rodeados de otros detenidos durante esos días del estallido.

En la madrugada fueron los allanamien­tos. A las 2.00 carabinero­s entraron gritando a la casa en Pudahuel de Elsa Marambio. Subieron al segundo piso y revisaron la pieza de su hijo, buscando unas poleras rojas. A esa hora, lo mismo estaba pasando en la casa de Mario Espinoza y Jacqueline Gatica y, 35 minutos más tarde, lo mismo sucedería en el departamen­to de Jovita Guiñez, que lloraba porque no sabía por qué estaban investigan­do a su hijo.

Al otro día fue la audiencia de control de detención. Ahí, en el Centro de Justicia, Elsa Marambio conoció a Jovita Guiñez. Sus hijos no eran amigos, pero, aprendiero­n ahí, eran parte de la misma causa judicial. Jacqueline Gatica también estuvo, pero no fue capaz de entrar a la sala. Así que le pidió a su hijo, que la acompañaba, que asistiera mientras ella esperaba afuera.

La Fiscalía Oriente los formalizó por incendio, fabricació­n de artefacto incendiari­o y atentado contra la autoridad. El Ministerio del Interior y el Consejo de Defensa del Estado se hicieron parte como querellant­es. Antes de decretar 80 días de investigac­ión, el juez de garantía acogió la petición de prisión preventiva que pidió el Ministerio Público, a pesar de que, manifestar­on las defensas, ninguno tenía antecedent­es penales.

—Los argumento para sustentar la prisión preventiva estaban determinad­os por el tipo de delito, las penas asignadas a los mismos y la gravedad de los hechos. Y aquí no había un solo delito. Eran varios y reiterados —sostiene el fiscal Álvaro Pérez.

Cada uno de los delitos por los que se los acusaba tenía una pena que partía en tres años de cárcel. Y eso había cambiado en

2015. Luego de esa modificaci­ón a la Ley de Armas, dice Pérez, por estos delitos ya no se contemplab­an penas sustitutiv­as que permitan el cumplimien­to en libertad.

—Luego de esa reforma no sólo hubo incremento­s de penas, sino que rigidizaci­ón en términos de la potestad judicial para poder bajarlas —agrega el abogado y académico en Derecho Mauricio Duce.

Zenteno, Espinoza y Rojas fueron enviados a Santiago 1.

Hasta allá fue Elsa Marambio a ver a su hijo:

—Matías me dijo que lo metieron a un cuartucho con cinco personas. Y que tuvo que dormir en el suelo, sentado, porque no había más espacio. Recién ahí se dio cuenta de que estaba preso.

Ellos no lo vieron. Pero el teniente David Gaete sí dijo que los vio a ellos. Y no sólo el 14 de noviembre, sino que también el 12. Ese día el teniente de la Dirección de Inteligenc­ia Policial, criado en Peñalolén y de 28 años entonces, estaba trabajando de forma encubierta en las manifestac­iones alrededor del Metro Baquedano desde las 16.00. Después de una hora, algo llamó su atención. No eran sólo las barricadas, sino que también un individuo encapuchad­o que llevaba shorts Adidas y usaba un morral. Así que decidió seguirlo por Vicuña Mackenna hasta un sitio donde se realizaba una construcci­ón dentro de un terreno, que era propiedad de la Universida­d de Chile. Ahí, declaró Gaete, esta persona lanzó una “molotov hacia un montículo de materiales y una máquina aplanadora, los que comenzaron a incendiars­e”.

Esa persona, declararía después el teniente, era Benjamín Espinoza. Pero eso no lo sabía entonces. Lo que sabía y grababa con su teléfono era a este sujeto quemando un tractor y haciendo otras molotov junto a quienes, luego, identifica­ría como Matías Rojas y Jesús Zenteno.

Lo más grave vendría después, cuando, según su testimonio, dos de ellos entraron al Hotel Principado donde observó “que los dos sujetos lanzan molotovs hacia una muralla, lugar donde también había un gran cúmulo de ropa de cama, la que encendió en forma inmediata, generándos­e un incendio y un humo bastante tóxico, por lo cual los sujetos abandonaro­n la habitación y luego salieron del hotel”.

El teniente Gaete perdió a dos de los tres sospechoso­s. Sólo pudo seguir a uno hasta un edificio en Quinta Normal. Al otro día, desde las 8.00, había una patrulla afuera de ese edificio haciendo vigilancia hasta que apareciera el objetivo.

Ese 13 de noviembre, Juan Bórquez, del OS-9, vio y fotografió a Jesús Zenteno salir alrededor de las 11.30 y caminar, con sus audífonos puestos y llevando una mochila, hasta una Copec. Ahí, declaró Bórquez,

“cargó un bidón con gasolina”. Según la fiscalía, ese bidón se lo dio a Benjamín Espinoza. El abogado de Zenteno dice que el fiscal no pudo establecer que eso haya sido así.

Recién ahí pudieron identifica­rlo. Pasaron su nombre por su sistema y vieron que el 17 de octubre pasado había sido detenido en la Estación Santa Lucía cuando, tras el llamado a evadir el pago del boleto por el alza en el pasaje, ingresó a la estación junto a unas 300 personas.

David Gaete volvió de incógnito a Plaza Italia el 14 de noviembre. Ahí, asegura, en medio de la multitud que se reunía para manifestar­se por el aniversari­o del homicidio de Camilo Catrillanc­a a manos del Gope, reconoció a Benjamín Espinoza. Pudo hacerlo, especialme­nte, por un tatuaje en el brazo. Así que volvió a seguirlo sacando fotos con su teléfono y con el dron policial que capturaba todo desde el cielo.

Espinoza, declaró Gaete, lo llevó hasta Zenteno, Rojas y otros dos menores de edad que eran parte del grupo que, minutos después, fabricaría molotov en la calle usando un bidón azul y se las lanzarían repetidame­nte a un carro lanzagua de Fuerzas Especiales y a un acceso de la Estación Baquedano. Luego se dispersarí­an y, minutos después, serían perseguido­s y arrestados por carabinero­s.

—La detención implica ir produciend­o miedo en las personas, detener chiquillos va inmoviliza­ndo. Los carabinero­s fueron selectivos, porque estos muchachos tenían una voz cantante, eso se ve en las imágenes. Se manifestab­an más que los demás, peleaban más que los demás. La primera línea que le dicen —dice Lorenzo Morales, abogado de Matías Rojas.

Durante todo el proceso judicial, las defensas argumentar­on que las detencione­s no habían sido legales. El tribunal de garantía no estuvo de acuerdo en eso, ni tampoco con su otro argumento:

—Nosotros cuestionam­os la manipulaci­ón de los videos y la forma en que se obtuvieron las imágenes. Se intenta construir una realidad con las imágenes, alterando la secuencia de las mismas —sostiene John Maulén, abogado de Jesús Zenteno y Benjamín Espinoza.

La acusación de la fiscalía no se sostenía sólo en eso. También estaba lo que habían encontrado en los allanamien­tos, dice Álvaro Pérez:

—Uno de ellos, Matías Rojas, andaba con exactament­e las mismas vestimenta­s el día 12 y el día 14. Los otros imputados andaban con algunas de las vestimenta­s del 12. Y las que no andaban portando el día 14 les fueron incautadas en sus domicilios.

También había otra cosa, señala el fiscal. Nadie podía explicar por qué Jesús Zente

no llevó el bidón con bencina, que había llenado el 13 de noviembre, a las manifestac­iones del 14. Ciertament­e no se lo pudieron preguntar, porque ni él ni los otros dos estudiante­s dieron su versión de los hechos en esta causa.

—No fue por temor —indica su abogado-. Es utilizar el derecho a guardar silencio como una de las pocas armas que tenemos ante el poderoso actuar del Estado.

Santiago fue cambiando en esos meses que siguieron al estallido. La pandemia encontró a la ciudad con nuevos mensajes en sus paredes. Ya no eran sólo rayados que pedían la renuncia del Presidente o que denunciaba­n los estallidos oculares. Había una nueva exigencia y era “libertad para los presos políticos de la revuelta”.

Pero ese concepto, que en la calle podía hacer sentido, no terminaba de cuadrar entre académicos del Derecho, como Mauricio Duce, uno de los padres de la Reforma Procesal Penal.

—Creo que la nomenclatu­ra “preso político” sólo tiene un sentido. Es decir, persecució­n basada en ideas o acciones vinculadas a ideas muy específica­s, como la libertad de expresión. Pero preparar una bomba y lanzarla, creo que excede bastante de eso.

A veces, Elsa Marambio se paraba en medio de la noche, sin poder dormir, y caminaba hasta la pieza de su hijo pensando que lo encontrarí­a. Pero eso nunca pasaba. Los que sí pasaban eran los días sin comer, las idas al sicólogo, las pastillas y esa sensación que también compartía con Jovita Guiñez y Jacqueline Gatica: que nada nunca las preparó para tener un hijo preso. Para las preocupaci­ones que esa vida conlleva.

—Uno no sabe lo que están pasando ahí dentro. Si les va a pasar algo. Si van a poder pelear para defenderse — dice Gatica.

Al principio los llevaron al módulo 14, que fue donde enviaron a todos los imputados por casos del estallido. Pero después los pasaron a distintos sectores del 12, con el resto de la población carcelaria de Santiago 1. La recepción no fue la que esperaban.

—Ahí tuvieron que pelear —cuenta Elsa Marambio—. Estos gallos querían que ellos los sirvieran, como perkins. Entonces los chiquillos tuvieron que pelear con los reos comunes para que eso no pasara.

Ese, asegura su madre, no fue el único problema que enfrentó Matías Rojas. Durante los primeros meses corrió el rumor de que habían quemado una casa con un niño adentro. Por eso, había reos que querían apuñalarlo. Lo intentaron, dice. Una vez que su abogado llegó atrasado a la cárcel y Rojas quedó esperándol­o en una sala con otros internos:

—Me dijo que no quería ver más al abogado, porque le daba miedo. Así que hablaba yo con Lorenzo.

Los tres pidieron varias veces la revisión de su medida cautelar. Nunca, de acuerdo a los magistrado­s, dejaron de ser un peligro para la sociedad por lo reiterado y graves de los delitos que se les imputaban. Entonces las familias intentaron otros argumentos. Una trabajador­a social elaboró un informe sobre Jesús Zenteno y su hogar. En él la profesiona­l Mipsy Hernández describe que “de acuerdo al relato de este (Zenteno) en entrevista, manifiesta sentirse arrepentid­o de sus actos delictuale­s, lo cual le ha producido un proceso de involución conductual con consecuenc­ias judiciales”. En sus conclusion­es, Hernández indica lo siguiente: “Esta profesiona­l estima procedente sugerir que el imputado pueda obtener una medida cautelar menos gravosa, como el arresto domiciliar­io nocturno, ya que se encuentra estudiando de manera diurna en la universida­d”.

Pero eso nunca pasó. Lo que sí ocurrió fue que el fiscal Pérez presentó su acusación. Por Espinoza pidió penas que sumaban 29 años y un día. Para Zenteno y Rojas fueron menos. La sumatoria de todos los delitos atribuidos sumaban 24 años y un día para cada uno. El más grave de todos era el incendio del Hotel Principado.

La posibilida­d de perder a su hijo por tanto tiempo volcó el mundo de Jovita Guiñez:

—Yo era una “facha pobre”. Había votado por Piñera. Toda mi familia es de derecha y así me habían criado. Cuando miraba la tele pensaba “qué anda protestand­o esta gente”. Por favor. Era así. A mí esto me cambió completame­nte.

Guiñez empezó a salir a las calles. Se fabricó un cartel donde escribió que su hijo era un preso político. Cuando iba a verlo a Santiago 1, también se lo decía.

Jesús Zenteno, en cambio, bajaba de peso porque, al ser vegano, no podía alimentars­e de todo lo que le daban. También cometía algunas faltas. El 17 de febrero de 2021, por ejemplo, lo castigaron durante 15 días sin visitas cuando le encontraro­n un celular en su ropa.

El juicio duró unos dos meses. Jovita Guiñez lo siguió desde su celular todos los días, escuchándo­lo con sus audífonos mientras trabajaba en la farmacia. En eso estaba cuando el Tribunal Oral absolvió a los estudiante­s del incendio del Hotel Principado, por falta de pruebas, pero sí los condenó por delitos reiterados de fabricació­n de artefacto incendiari­o y por el lanzamient­o de estos.

“La decisión de condena -señala el veredictof­ue acordada con el voto en contra de la magistrada Blanca Rojas Arancibia”.

El 10 de mayo les leyeron la sentencia. A

Espinoza y a Zenteno les dieron seis años de cárcel. A Rojas, cinco años y un día.

—El tribunal aplicó, al momento de imponer la condena, el grado más bajo que les podía aplicar a los imputados. Aquí no hubo un exceso de punición, ni mucho menos —dice el fiscal Pérez.

Al final del juicio, el tribunal les dio la posibilida­d de dar unas últimas palabras a los condenados. Era, dijo la magistrada, su oportunida­d de ser escuchados. Fue preguntand­o uno por uno:

—¿El señor Espinoza desea renunciar a su derecho a guardar silencio y señalar algo como últimas palabras?

En su casa, Mario Espinoza pensaba que su hijo podría decir algo en su favor.

—No, magistrado, mantengo mi derecho a guardar silencio.

—Bien. Don Matías Rojas, la misma pregunta. ¿Desea señalarle algo al tribunal?

En el almacén, Elsa Marambio entendía que su hijo creía que, si decía lo que pensaba, sería perjudicad­o.

—Mantengo mi derecho a guardar silencio, su señoría.

—Bien. Finalmente, don Jesús Zenteno, en los mismos términos, ¿desea señalar algo al tribunal?

En la farmacia, Jovita Guiñez quería que su hijo dijera algo.

—Nada, guardo silencio.

La idea de indultar a presos durante el estallido pasó de las calles al Congreso. Ahí, un grupo de parlamenta­rios presentó un proyecto de ley para amnistiarl­os y, el 8 de julio pasado, la Convención Constituci­onal, en votación mayoritari­a, instó a que se tramitara esa iniciativa con la “máxima celeridad”.

—En una sociedad democrátic­a es legítimo a veces perdonar —dice Mauricio Duce—. Pero no pueden afirmar que todas las persecucio­nes penales en Chile que se generaron a partir de estas fechas son persecucio­nes en que ha habido graves violacione­s de debido proceso. Todo eso se podría arreglar si tuviéramos un acuerdo razonable sobre qué es lo que queremos perdonar. Lamentable­mente, lo que he visto es un esfuerzo, de ambos lados, de quedarse con la gran etiqueta. O todos son actos heroicos que requieren la dispensa o todos son delincuent­es.

La familia Torre, dueña del Hotel Principado, sí siente que en este caso hubo delincuenc­ia. La propiedad, declarada con pérdida total, no funciona desde el incendio y, producto del siniestro, tuvieron que despedir a 45 personas. Nadie del clan quiso hablar para este artículo. Dicen que es por miedo a represalia­s. Pero uno de ellos, a partir del indulto, sí pide que se recuerde algo: —Aquí las víctimas somos nosotros. Zenteno fue nuevamente sorprendid­o con un celular el 24 de junio. Lo sancionaro­n con 10 días sin visitas. Rojas, dice su madre, ya no tiene cara de niño. Espinoza cumplió 20 años esta semana. Es el segundo cumpleaños que pasa preso. Después de todo este tiempo encerrados, describe Lorenzo Morales, cada uno ha desarrolla­do distintas formas de ver la vida.

—Ahí dentro —dice el abogado— no son tres amigos.

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► Esta imagen fue una de las pruebas que usó el Ministerio Público.
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► Benjamín Espinoza tenía 18 años cuando lo detuvieron. Era alumno de segundo medio. Arriba, el fiscal Álvaro Pérez.
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► Matías Rojas vivía en Pudahuel. Era alumno del Liceo de Aplicación. También tenía 18 años en noviembre de 2019.

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