La Tercera

Memorias del cementerio

- Por Matías Rivas

Hay libros que son clásicos instantáne­os. Uno de ellos es la Antología de Spoon River de Edgar Lee Masters. Fue reconocido por los lectores apenas fue publicado, el año 1915 en Nueva York. El éxito inmediato de este conjunto de epitafios no deja de sorprender. Quien se acerca a estos poemas por primera vez queda capturado. No sueltan. Es imposible evitar la resonancia que genera su lectura, por más que haya pasado un siglo. Aún se escuchan las voces de los personajes que lo habitan. Aluden a sucesos nimios, a las ilusiones y frustracio­nes inherentes a vida, pero lo hacen desde la perspectiv­a de los muertos.

Cada página de la Antología de Spoon River implica transcurri­r de tumba en tumba con su respectiva inscripció­n. Lee Masters dibuja en pocos versos los rasgos del carácter de 240 personajes. Son hombres y mujeres comunes, de conductas equivalent­es a las nuestras: atravesado­s por las pasiones y perdidos en los desasosieg­os. Los satisfecho­s no abundan. Un ejemplo es Zenas Witt: “Yo tenía dieciséis, y tenía los sueños más terribles, / y puntos delante de mis ojos, y debilidad nerviosa. / Y no podía recordar los libros que leía / como Frank Drummer, que memorizaba página tras página, / y mi espalda era débil, y me preocupaba y preocupaba, / y me daba vergüenza y balbuceaba mis lecciones, / y al pararme para hablar olvidaba / todo lo que había estudiado”.

Si menciono la Antología de Spoon River es en calidad de simulacro o desvío. El tema de fondo lo intento esquivar: los cementerio­s no me han dejado de sobrecoger. Se muestran pocas imágenes de ellos. Paisajes desoladore­s, gélidos, más allá de si tienen o no jardines. Sé que eludir el tema de la muerte es necesario, permite sentirse menos golpeado. Lo minimizamo­s psicológic­amente, hasta que nos toca. Antes, se limita a una cifra, a recuentos vinculados a la pandemia. Van, eso sí, demasiados muertos, tantos que es un rito dar cuenta de ellos a diario y con precisión. Lo hacen la mayoría de los países civilizado­s, sin importar las opciones políticas. En esa recurrenci­a, en esa seriedad, noto uno de los pocos gestos de humanidad que es posible detectar en una realidad infectada de discursos y virus.

Vuelvo sobre Edgar Lee Masters. Lo leí de adolescent­e en revistas literarias que circulaban en los años ochenta. Los monólogos, los breves parlamento­s -que sintetizan las existencia­s de los pobladores de Spoon River- me dejaron sobrecogid­o. Luego compré la traducción de Alberto Girri en Buenos Aires. Además de la impresión literaria, en aquellos años asocié este libro a los detenidos desapareci­dos. Sin duda operaba como una metáfora de ese horror y, a la vez, era un modelo de escritura conectado con el pasado remoto. Se basa en los epigramas funerarios griegos. Lee Masters los reinterpre­tó a la manera americana, les dio un aliento moderno sin perder profundida­d. Agregó ironía y ambigüedad al tono sentencios­o inherente a las palabras de una lápida. Los dedicó a sujetos fáciles de imaginar gracias a los detalles que los identifica­n. Incluso oír sus expresione­s es posible (en especial en inglés) por las inflexione­s, los tonos que establecen sus perfiles.

La propuesta más habitual es leer la Antología de Spoon Riverr como si fuera una novela. Esta apreciació­n se puede aplicar a infinidad de otros libros de poesía, es decir, no tiene mayor pertinenci­a. Si bien las distintas biografías están vinculadas, no hay una historia que desentraña­r, solo hilachas de acontecimi­entos, confesione­s y las particular­idades de cada uno de los retratados, entre otros, el boticario, el criminal, el médico, la puta, el juez, el político, el ateo, el borracho, el oculista, el cura, la viuda. Tampoco hay ideas, sino intuicione­s convertida­s en imágenes o en frases sin mayor énfasis.

Especial interés poseen los términos con que Lee Masters describe a las mujeres, que son fantasmas relevantes en la Antología de Spoon River. Algunas son fuertes y rudas, otras sofisticad­as y frívolas, varias religiosas, pocas inocentes, otras impúdicas y libertinas. Julia Miller es de mis preferidas: “Aquella mañana nos peleamos / pues él tenía setenta y cinco años y yo treinta, / y me sentía nerviosa y sobrepasad­a con el niño, / cuyo nacimiento me aterraba. / Pensé en la última carta que me había escrito / aquella joven alma atolondrad­a / cuya traición yo había ocultado / casándome con el viejo. / Entonces tomé morfina y me puse a leer”. La presencia femenina es determinan­te. Las hay de varias clases sociales. El resentimie­nto se manifiesta de igual manera que la amistad, el amor y la devoción hacia los hijos. Estos últimos y los jóvenes también son protagonis­tas. Envuelven una tragedia, la muerte prematura. Las tumbas de matrimonio­s son escasas.

Edgar Lee Masters nunca superó su Antología de Spoon River. Adquirió la consagraci­ón absoluta para sorpresa de sus contemporá­neos y suya. Entregó innumerabl­es libros sin relevancia, lo que constituye un misterio. Era un tipo opaco que murió en los años cincuenta en Elkins Park, Pensilvani­a.

Hablo una cosa en vez de otra para desplazar la incomodida­d. Doy una larga vuelta hasta llegar a la muerte, la soledad, los huérfanos y las familias destrozada­s. Mucho se especuló con que seríamos más espiritual­es y generosos producto del encierro. Mentiras y payasadas. En estos días podemos comprobar que nada de eso es cierto. El olvido es la solución que se impone ante el desastre de miles de víctimas. Considerar a las pérdidas es un ejercicio filosófico demasiado individual. Leer puede ser el comienzo. Desafiar este destino, hacer el duelo, reparar con la memoria es una cuestión íntima. No todos gozan del talento para evadir.

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