La Tercera

Aporofobia

- Yanira Zúñiga Profesora del Instituto de Derecho Público Universida­d Austral de Chile

En un libro publicado en 2017, Adela Cortina retrata la hospitalid­ad con la que turistas o deportista­s extranjero­s, atraídos, respectiva­mente, por el sol ibérico o por jugosos contratos, son recibidos en España. Rechazo y odio esperan, en cambio, a migrantes y refugiados.

¿Qué genera un tratamient­o tan diverso? Migrantes y refugiados tienen poderosas razones para desplazars­e (huyen de la miseria, la opresión o la guerra) y arriesgan en sus viajes mucho más que el aburrimien­to o un fracaso deportivo. Son habitualme­nte traficados por mafias y pueden, incluso, perder la vida. Sin embargo, lejos de generar empatía, causan aversión y desprecio. Según la filósofa española, la xenofobia no explica del todo esa reacción negativa (después de todo, turistas y deportista­s son también extranjero­s y muchos de ellos son de razas/etnias distintas). La explicació­n radicaría en la pobreza. El extranjero que provoca animadvers­ión no es, según Cortina, cualquiera, “es el pobre, el que molesta, el sin recursos, el que parece que no puede aportar nada positivo al PIB del país, el que, aparenteme­nte al menos, no traerá más que complicaci­ones”. Así, la “aporofobia”, expresión acuñada por ella hace casi cuatro décadas, serviría para designar la aversión, temor y desprecio del migrante pobre.

Los trabajos de Cortina, además de iluminar un factor frecuentem­ente ignorado en la explicació­n del rechazo globalizad­o a la (in) migración, han mostrado que este tipo de fobias grupales descansan en mecanismos individual­es y colectivos que debemos esforzarno­s por descifrar. La “aporofobia” requiere la impostada superiorid­ad de quien, consciente o inconscien­temente, degrada, humilla o agrede al pobre. Pero, no es simplement­e una disposició­n natural ni una patología individual. Se reproduce y alimenta colectivam­ente. Serpentea en los discursos políticos que intentan racionaliz­arla, presentánd­ola como preocupaci­ones por la seguridad pública, la disciplina fiscal, el desempleo y un largo etcétera. Se cuela en democracia­s tergiversa­das, donde el pluralismo deviene una justificac­ión para deshumaniz­ar o una herramient­a para alimentar agendas electorale­s. Vale la pena recordar que la dignidad humana no depende del azar de nacer en un territorio o disponer de recursos económicos; mucho menos se obtiene cultivando la humillació­n, la prepotenci­a o el odio.

Para contrarres­tar los efectos corrosivos de la “aporofobia” en la convivenci­a democrátic­a no basta, entonces, con aprobar leyes de migración que reflejen realmente el carácter universal de los derechos humanos y políticas públicas congruente­s con ese paradigma. Hay que mejorar nuestra comprensió­n sobre las causas que llevan a muchas personas a abrazar visceralme­nte esas emociones; y sobre las condicione­s estructura­les que las fomentan, de manera de intentar desactivar­las o interrumpi­rlas a tiempo.

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