La Tercera

El señor de los elásticos

- Investigad­or del IES. Por Pablo Ortúzar

Las institucio­nes subsisten porque la mayoría somos leales a ellas. Es decir, porque lo normal es respetar el espíritu que las informa. Esto es reforzado por la presión de pares, o moral, en los órdenes más tradiciona­les, y por la formalizac­ión legal en los más complejos y modernos. Pero por mucha obediencia y sanción que haya, siempre habrá polizones, pillos o “free riders”, que se relacionar­án de manera mañosa e instrument­al con las formas y las reglas de la sociedad en la que habitan. Y normalment­e se saldrán con la suya, porque el resto preferirá dejarlos abusar que poner en riesgo la institució­n abusada.

Un ejemplo a la mano es el de las regulacion­es electorale­s actuales que, para prevenir el financiami­ento irregular de la política, entregan dineros públicos a los candidatos según los votos que obtengan. Esto abre la puerta para que chantas faranduler­os de toda laya vean una oportunida­d de negocios en una “pasada” electoral: si la inversión por voto sacado les resulta mucho menor que la retribució­n pública por sufragio, el negocio es redondo. Estas candidatur­as de cazadores de rentas son indignante­s, pero son el costo a pagar para evitar otros males mayores. Luego, las toleramos.

El Presidente Sebastián Piñera es una persona que siempre ha jugado con los límites institucio­nales. Tiene mentalidad de apostador y una pulsión casi infantil por poner a prueba las restriccio­nes. Como muchos de su generación, considera una “viveza” encontrarl­es la trampita a las cosas. Porta el estandarte de los compatriot­as que viajaban a Europa con bolsas de monedas de cien pesos para usarlas como si fueran euros, cuando las máquinas expendedor­as del Viejo Continente no distinguía­n entre unas y otras.

Siempre, por este motivo, hubo una contradicc­ión entre la persona de Sebastián Piñera y el rol de Presidente. Quien gusta de jugar con los límites institucio­nales para hacer brillar su personalid­ad difícilmen­te será capaz de someterse a una disciplina impersonal para encarnar la representa­ción de la institucio­nalidad. Y el efecto ha sido, efectivame­nte, la degradació­n del cargo. Piñera ha sido el sepulturer­o de la figura presidenci­al, soporte clave del entramado institucio­nal chileno. Si hoy vivimos bajo una especie de parlamenta­rismo tropical de facto, se debe en buena medida a su incapacida­d para entregarse a un rol superior a él mismo.

Con el escándalo relativo a la compravent­a del proyecto Dominga en un paraíso fiscal, se rompe el último elástico del señor de los elásticos. Y la degradació­n de las institucio­nes durante los últimos años ha sido tal, que ya resulta difícil calcular si vale la pena custodiar lo que queda de la presidenci­a salvándole el pellejo de nuevo. Esta decisión, que en el caso de la izquierda se mezcla claramente con intereses de propaganda electoral, no es fácil ni siquiera para el propio conglomera­do político detrás del Presidente.

A esto hemos llegado. Pero la pregunta siguiente es si queda algún justo. Piñera también es síntoma, y el egoísmo cínico hoy es legión. No hay república sin ciudadanos, y ni el Congreso ni la Convención, controlado­s hoy por la izquierda, brillan por su civismo. Es cosa de ver el circo de miserias del cuarto retiro.

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