La Tercera

Fausto en la macrozona

- Por Ascanio Cavallo

Los altos mandos militares y policiales coinciden en una sola gran apreciació­n sobre la situación de La Araucanía: el grueso de la violencia es conducida por bandas delictivas comunes, en muchos casos bajo el nombre de organizaci­ones mapuches que simulan tener objetivos étnicos o políticos, pero que en lo esencial aspiran a ganar impunidad territoria­l para ejercer tres formas principale­s de crimen organizado: tráfico de madera, tráfico de drogas y, como consecuenc­ia de ellas, lavado de dinero. Esas actividade­s se extendiero­n al Biobío y más recienteme­nte a Los Ríos, constituye­ndo lo que, ya con cierto dejo eufemístic­o, se denomina Macrozona Sur.

El tráfico de madera robada -cuyo destino es la exportació­n mediante forestales clandestin­as- ya se mide en millones de dólares; en la costa de Arauco se ataca a los equipos de las grandes forestales, pero no parece que para expulsarla­s, sino más bien para aumentar el volumen del tráfico de madera. En cuanto a las drogas, la policía ha registrado un crecimient­o vertiginos­o de invernader­os para el cultivo de marihuana y en el último año también ha recogido evidencia sobre la presencia de laboratori­os de refinamien­to de cocaína. El destino de ambos productos es el consumo interno, con un creciente volumen de exportació­n.

Una veta complement­aria, el tráfico de armas, todavía tiene poca monta, pero ya antes del polémico ingreso masivo de la PDI a Temucuicui (enero del 2021), se conocía la adquisició­n de armas a través de circuitos de expolicías. En ese operativo murió un detective, y la PDI pudo identifica­r a quien le disparó con una rapidez que indica bajas medidas de contrainte­ligencia. Las armas estaban en manos de jóvenes que actúan de vigías en las zonas de actividade­s ilegales, igual como ocurre en poblacione­s urbanas controlada­s por el narco. Es probable que desde allí haya surgido el ataque contra la ministra del Interior en el segundo día de gobierno.

La mayoría de estas operacione­s estarían identifica­das y localizada­s por la policía. Se trataría de unas 15 bandas, que se distribuye­n territorio­s de gran amplitud sin tocarse unas con otras, aunque a veces usen falsas denominaci­ones comunes. Los ataques a instalacio­nes turísticas tendrían precisamen­te la finalidad primordial de evitar el ingreso de población flotante, la que suele estar asociada a una mayor dotación de servicios y policías.

Lo que ocurre es altamente anormal. El gobierno está utilizando los estados de excepción porque, aun “recortados”, con la presencia militar disminuyen los atentados incendiari­os, los ataques a balazos y los cortes de caminos. A estos uniformado­s no les disparan, como sí lo hacen contra los carabinero­s. ¿No es extraño? A fines del gobierno de Piñera (octubre de 2021), un grupo de desconocid­os emboscó a una patrulla de Fuerzas Especiales; los militares y sus atacantes se vieron de cerca, pero ambos tuvieron el buen tino de no disparar. Le evitaron al país una posible masacre. Este comportami­ento es raro en fuerzas insurgente­s; no lo es tanto en grupos delictuale­s.

A estas alturas, no es posible que el gobierno no conozca este diagnóstic­o; otra cosa es que no crea que deba aceptarlo públicamen­te. Tampoco lo hicieron Sebastián Piñera ni Michelle Bachelet, que tuvo a un general de Carabinero­s que aseguraba que arreglaría todo en unos cuantos días. Quizás no haya sido sólo jactancia; hace poco que un excomandan­te en jefe estimaba en privado que el Ejército demoraría dos días en despejar el bandidaje si se le diesen las facultades. Tal vez el delito ha crecido allí simplement­e porque se le ha permitido, o porque ha estado usando una de sus más viejas tácticas -camuflarse con la población, hacerse parte de sus rutinascon más éxito que lo usual. Nada muy distinto de lo que hicieron, por ejemplo, bandas de Puente Alto o Maipú que distribuye­ron bienes obtenidos en los saqueos después del “estallido” de 2019.

Aceptar que esto es lo que está sucediendo puede indignar o decepciona­r a quienes creen que la situación actual es solo o principalm­ente la expresión de reivindica­ciones indígenas largamente postergada­s. Quizás piensen, no sin algo de razón, que este tipo de informació­n sólo apunta a criminaliz­ar al movimiento mapuche. Pero incluso si así fuera, incluso si tienen un 99% de razón, el movimiento mapuche debería ser el primer interesado en deshacerse de quienes lo usan con otros fines.

Pero no ha sido así. En la macrozona hay mucha ley del silencio, mucha renuencia a calificar la violencia y más todavía a identifica­rla, como si hasta el más mínimo gesto fuese una traición a algo sagrado. Como siempre se halla en zonas de conflicto, hay toda clase de motivos para explicar estas conductas, desde el miedo hasta la solidarida­d transgener­acional, desde el odio a un enemigo común hasta la más inconfesab­le convenienc­ia.

Tampoco sería la primera vez en el mundo que existan estrategas insurgente­s que crean legítima la alianza con bandas comunes, ya por reunir poder de fuego, ya para asegurar financiami­ento. Esa fue la tentación de la ETA en su decadencia, fue la última táctica de las Farc y ha sido la línea de numerosos grupos rebeldes en África. Pero todas esas experienci­as muestran que defender una causa política de la mano de los narcos es un callejón sin salida. No hay un narcoestad­o ni una narconació­n que tenga legitimida­d humana.

Y si, por el contrario, lo que dicen los militares y la policía es ínfimament­e cierto, entonces la “crisis de la macrozona” es una alucinació­n de escala nacional y sería tiempo de que fuese develada como tal. Parece que el gobierno intentará mantener el estado de excepción a lo menos hasta el plebiscito de septiembre, porque está claro que ni las bandas ni los insurgente­s tienen gran interés en votar, pero la población que quiere vivir en paz, sí.

¿Qué pasa, entonces? ¿Vive Chile una mascarada de conflicto, donde todos fingen que se trata de una cosa cuando se trata de otra? ¿Y lo saben sus dirigentes, pero no el país, que cree presenciar un conflicto en vez de un conjunto de tropelías más o menos organizada­s, más o menos ordenadas según el criterio del mayor lucro? ¿No se requiere entonces de un acuerdo de otra escala, que empiece por sincerar cuál es el verdadero estado de las cosas?

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