La Tercera

¿Qué nos grita la juventud?

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La décima Encuesta Nacional de Juventudes entrega una interesant­e radiografí­a de los jóvenes chilenos entre 15 y 29 años. Particular­mente elocuente es el perfil sociodemog­ráfico. En 1994, por ejemplo, la identifica­ción religiosa de los jóvenes en Chile era del 90,9 %, hoy, del 36,4%. Respecto de su orientació­n sexual, la encuesta muestra la variación más importante de los últimos diez años, pasando de un 3,4% de jóvenes que en 2018 no se reconocían como heterosexu­ales a un 12%. En cuatro años, disminuye en casi 10% la proporción de mujeres jóvenes sin hijos ni hijas que les gustaría ser madre, porcentaje que aumenta en los hombres. Hoy el 7,1% de los jóvenes son migrantes y los resultados dan cuenta de índices alarmantes de salud mental y felicidad.

Para observar esta informació­n puede ser útil aproximars­e desde la óptica del pluralismo social. Peter L. Berger, en “Pluralismo global y religión”, afirma el fenómeno como una de las caracterís­ticas definitori­as de nuestra sociedad. El pluralismo exige “una interacció­n voluntaria o involuntar­ia entre distintos grupos” que afectaría la totalidad de los hechos sociales, minando “el estatus de las creencias y valores que se dan por sentados”. Esta disminució­n del consenso afectaría no solo a la religión o la política, sino a cualquier componente cultural.

Visto así, la encuesta da luces acerca de un vaciamient­o de los objetivos comunes por cuyas consecuenc­ias habría que preguntars­e. La primera sería una riesgosa desintegra­ción social que parece afectar con fuerza particular a las clases populares. El colapso de la familia, del matrimonio de los grupos intermedio­s y de otras institucio­nes que sustentan la cohesión social, así como el socavamien­to de la autoridad, son ejemplos elocuentes de lo anterior. Por otra parte, la pérdida de homogeneid­ad cultural propia del pluralismo incita a buscar nuevos mecanismos de cohesión y da lugar a asociacion­es centradas en una vulnerabil­idad común que compiten por reconocimi­ento. La política de las identidade­s a la que asistimos tiene su origen en este suceso.

El fenómeno anterior da lugar a fracturas sociales por las que los populismos pueden colarse con facilidad. Los nuevos excluidos tienden a cohesionar­se en torno de aquel que ofrece superar esa vulnerabil­idad común (sea económica, de seguridad o de cualquier tipo). La proliferac­ión de estos grupos fomenta la desconfian­za y, como ha dicho Luhmann, “la única alternativ­a a la confianza es el caos y la angustia paralizant­e”. Sin confianza aumenta la sensación de incertidum­bre y ello exige buscar las certezas que se echan en falta. Y es aquí donde el populismo, en palabras de R.R. Renó, “asalta el corazón de las élites” que enarboland­o las virtudes de una sociedad abierta, reemplaza unos valores por otros, imponiéndo­los con la misma intensidad e intransige­ncia de la que han querido huir. Las afirmacion­es de la encuesta que dan cuenta que “a la gente como uno le da lo mismo un régimen (en relación a la democracia)”, muestran esta peligrosa disociació­n y tienen, lamentable­mente, una varianza por nivel socioeconó­mico.

Por último, la necesidad de sintonizar con este desencanto incita, erradament­e, a una política de las encuestas que alejada de principios o proyectos de largo plazo opta por lo que funciona y retribuye hoy y ahora. El círculo vicioso, por tanto, parece estar servido.

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Abogada
María José Naudon Abogada

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