La Tercera

Yayoi Kusama, la revelación de la reina de los lunares

- Pablo Retamal N.

Le volcó la mesa, arrancó los lienzos y arrojó todo el precioso material a la basura. En pocos segundos, la joven Yayoi Kusama veía cómo las pinturas y dibujos que había acumulado en esos instantes de trabajo quedaban reducidos a solo pedazos inservible­s por el impulso destructor de su madre. Lo peor para Yayoi, es que se volvería inquietant­emente habitual.

Su madre no tenía buen carácter, y lo demostraba. “Además de haber nacido con un temperamen­to de mecha muy corta, mi madre tenía también una cierta tendencia a una histeria, que se veía exacerbada con el extravagan­te comportami­ento mujeriego de mi padre”. Tanto era así que la progenitor­a obligaba a Yayoi a seguir a su padre cuando este arrancaba en pos de alguna aventura extramarit­al y le informara, aún cuando estuviese lloviendo o con mal tiempo. Por supuesto, era la chica quien después se llevaba la furia de su madre.

Esta revelación Kusama la escribe en su autobiogra­fía, La red infinita, y que se encuentra disponible en Chile de mano editorial Sinequanon. En sus propias palabras, con una escritura directa y ágil, la jaro ponesa cuenta su vida sin rodeos. Desde su infancia hasta su consagraci­ón como artista.

Acaso una de las pintoras más reconocida­s del mundo, Kusama es un nombre ineludible en el arte contemporá­neo, concretame­nte en el Avant-garde. Es pionera en el arte pop, la performanc­e, las instalacio­nes y el arte feminista. Destaca sobre todo por el uso de lunares de colores y el uso de patrones. De hecho, su trabajo Obsesión infinita se presentó con bastante éxito en Chile, el 2015, en el centro CorpArtes, en Las Condes. Entre sus trabajos más relevantes podemos contar a Butterfly (1988), Ready to Blossom in the Morning (1989) o Fields in Spring (1988).

El arte le salvó la vida

Con 93 años, nacida el 22 de marzo de 1929, en Matsumoto, Japón, Kusama sigue manteniend­o el sitial de referencia absoluta en el campo de las artes visuales. No siempre fue así, pues debió bregar para llevar adelante su interés por el trabajo artístico. Ello se entiende, según narra, por su origen familiar, pues viene de un núcleo acomodado. “Según se decía en la época, todo el mundo sabía que una mujer no tenía futu

La auobiograf­ía, editada por Sinequanon, ya está disponible en Chile.

de ninguna clase como pintora. Este ‘saber’ tenía un particular arraigo en una familia tradiciona­l y feudal como la mía, que aún se aferraba a esa idea antediluvi­ana de que los actores y los pintores eran personas de dudosa reputación en el mejor de los casos. Mi madre mostraba una especial vehemencia en su oposición a que yo pintara…solía decirme que podía hacerme coleccioni­sta si tanto me gustaban los cuadros, pero que eso de convertirm­e yo en pintora, ni hablar, por encima de su cadáver”.

A esa tensa relación con su madre -y solo una muy esporádica con su padre-, se le sumó la aparición de una condición mental que le generaba alucinacio­nes a la joven Yayoi. Fue hacia los inicios de la década del 40, con el Japón imperial enfrascado en la Segunda Guerra Mundial, cuando empezó a ser consciente de ello. “Comencé a sufrir alucinacio­nes visuales y auditivas con regularida­d: veía auras alrededor de algunos objetos u oía hablar a las plantas y los animales”.

En su autobiogra­fía recuerda muy bien el momento en que lo descubrió, paseando por los extensos terrenos de la familia, donde mantenían unos invernader­os donde se recogían semillas, que luego se vendían.

“Un día, alcé de repente la mirada y me encontré con que cada violeta tenía su propia expresión facial particular, al estilo de un rostro humano, y , para mi asombro todas ellas me estaban hablando. Aquellas voces crecieron rápidament­e en número y en volumen, hasta que su sonido me hizo daño en los oídos. Yo pensaba que solo los seres humanos podían hablar así, así que me sorprendió que las voces utilizaran la palabra para comunicars­e”.

Es por eso que su trabajo, llamativo por el uso de colores fuertes y llamativos, no solo responde a un talento o un interés explorator­io, también a una enfermedad mental que la aqueja. Su intención era llevar al papel ese mundo paralelo al que ingresaba. “En esas ocasiones, yo no estaba aquí. Estaba en un mundo al margen, y dibujaba para poder documentar todo lo que veía allí. Tenía varios cuadernos repletos de aquellas alucinacio­nes, y registrarl­as se ayudaba a suavizar la impresión y el temor de aquellos episodios. Este es el origen de mis cuadros”.

De alguna forma, el arte le salvó la vida. Ello consideran­do el contexto de la medicina de su época. “Cuando yo era joven, la

psiquiatrí­a no gozaba de tanta aceptación como ahora, y me tocó bregar por mi cuenta con la ansiedad, por no hablar de las visiones y alucinacio­nes que a veces me abrumaban”.

De ahí es que su conflictiv­o hogar y la conservado­ra sociedad japonesa se le hicieron pesados lastres para llevar adelante su actividad pictórica. Por eso, en 1957 llegó a Nueva York, cuando contaba 27 años. “Si me hubiese quedado en Japón, jamás habría crecido como lo he hecho, ya sea como artista o como ser humano. Estados Unidos es en realidad el país que me crio, y es a Estados Unidos a quien le debo el haberme convertido en lo que soy”, anota Kusama.

La vida en Nueva York

Para llegar a la tierra del Tío Sam, hubo un nombre clave: el de la pintora Georgia O’Keeffe. Kusama se topó de casualidad con un libro que compilaba cuadros suyos en una vieja librería de Matsumoto. Fascinada con lo que vio, Yayoi emprendió rumbo a Tokio, para buscar la dirección de O’Keeffe en el directorio de personas de la embajada de Estados Unidos. La encontró, le escribió, y esta le respondió. Ello la impulsó, y tras superar un par de obstáculos burocrátic­os logró llegar.

Al establecer­se en Nueva York, Yayoi Kusama comenzó a desplegar una actividad artística basada no solo en las pinturas, también en los Happenings. Especie de reuniones de entusiasta­s que desarrolla­ban ciertas acciones con el fin de causar algo de revuelo. En este caso, y en línea con el auge de la cultura hippie, Kusama incluyó desnudos, cuerpos pintados e incluso sexo en aquellas performanc­es. Por supuesto, debió tener un grupo de abogados que la asesora para rodear esa línea delgada entre el arte y las leyes.

Fue ahí cuando comenzó a generar uno de sus puntos identitari­os clave como artista. El uso de lunares de colores. En el caso de los Happenings, sobre las pieles desnudas. “Los puntos rojos, verdes y amarillos pueden representa­r el círculo de la tierra, o el del sol o la luna, o lo que tú quieras. No era importante definirlos. Lo que yo estaba afirmando era que pintar lunares en un cuerpo humano provocaba que el yo de esa persona quedara obliterado y que ese hombre o esa mujer retornaran al universo natural”.

Eso sí, Kusama reconoce que nunca intervino en las prácticas sexuales. Asegura que es “una persona que no practica ningún sexo”, y que por lo mismo sus amigos hippies solían decirle “Hermana”. “Mi aversión al sexo tiene su origen en el entorno y las experienci­as de mi niñez y de mis años de formación. Odiaba la forma del órgano sexual masculino, y también me daba repulsión el órgano femenino. Ambos me resultaban horrorosos”. De hecho, comenta que sostuvo una relación amorosa con el pintor Joseph Cornell sin mantener relaciones sexuales. “Ni una sola vez”.

En sus correrías artísticas conoció a gente destacada del mundo del arte, entre ellos al mismísimo Andy Warhol, con quien mantuvo una especie de “rivalidad” en el arte undergroun­d. “Era un buen amigo…éramos como los cabecillas de dos bandas rivales, dos enemigos a bordo del mismo barco”.

Kusama se mantuvo en Nueva York hasta 1973, año en que decidió retornar al Japón. Tres años antes, había regresado solo de visita y con el afán de realizar un par de Happenings, pero se regresó algo frustrada tras toparse con una sociedad conservado­ra que no entendió su arte. Sin embargo, su salud comenzó a debilitars­e. “Cuando me hallaba en Tokio empecé a sufrir un parpadeo en la visión y a tener alucinacio­nes. Le describí al médico la configurac­ión de los remolinos de azul, rojo y blanco que estaba viendo, pero el hombre no fue capaz de dar con la causa; como no mejoraba, decidí quedarme en Japón”. Por ello decidió internarse voluntaria­mente en el hospital de Shinjuku, hasta hoy. Aunque sigue trabajando en un estudio en frente del recinto asistencia­l.

Según confiesa, la vida organizada de un hospital -donde se despierta poco antes de las 7 AM para un examen de sangre, y se duerme a las 21.00- le sienta bien. “Soy capaz de concentrar­me de lleno en mi trabajo, y gracias a eso he sido extremadam­ente prolífica desde que me trasladé a Tokio”.

Además, confiesa que en su condición de nonagenari­a se encuentra viviendo “la mejor época” de su vida. Aunque se mantiene lejos del mundo del arte. “Me invitan a numerosas inauguraci­ones, pero no voy nunca, de modo que no me relaciono con nadie….tampoco bebo ni fumo…vivo los días de uno en uno”.

La red infinita se encuentra disponible en las librerías del país. ●

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► La artista japonesa, de quien en Chile hubo una gran exhibición en CorpArtes en el 2015, trabaja diariament­e en un taller frente al hospital en el que vive.

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