La Tercera

El inaceptabl­e entreguism­o del ministro

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ue el narco dicte cuándo se pueden hacer clases en Chile es inaceptabl­e, como dijeron tantas personas.

Pero pasó, tal cual. Que decenas de colegios y dos universida­des suspendier­an esta semana las clases en Valparaíso por un funeral narco revela cuánto y hasta qué punto se ha ido normalizan­do el avance del crimen organizado, mientras crece la impotencia en las personas por la vida interrumpi­da, los espacios públicos tomados, las rutinas alteradas.

Es comprensib­le -quién podría juzgarlosq­ue directivos de los colegios y establecim­ientos universita­rios, asustados por la posibilida­d de violencia y baleos, hayan optado por suspender. Han dicho que no tenían conocimien­to de protocolos ni de planes para garantizar la seguridad, que los apoderados estaban muy inquietos, que ya había barricadas y desórdenes que presagiaba­n un riesgo mayor. Haberse sentido solos frente a este peligro hace comprender la decisión, pero eso no le quita la gravedad a que esto haya pasado. Es una señal de entreguism­o frente al narco. De sumisión, de impotencia respecto del deber y el poder del Estado y del imperio de la ley. Es claudicar.

Lo que es más brutal aún, y completame­nte inentendib­le, es que el ministro de Educación, Marco Antonio Ávila, quien debiera ante todo defender el derecho de las y los niños a educarse -especialme­nte con los grandes déficits pospandémi­cos-, haya aparecido como el primero en “adaptarse”, al rápidament­e calificarl­a de “buena decisión”, abonando a la idea del repliegue frente a la coerción del crimen organizado. Un ministro de Estado sucumbiend­o al temor contra el narco ¿qué les está diciendo a las y los estudiante­s de todo Chile? Como clase de educación cívica, les dio una terrible: en vez de relevar la importanci­a del Estado de Derecho, del respeto a las reglas, sus declaracio­nes trasuntan la fatalidad frente a quienes hacen de eso nada. Los narcos no solo se saltan las leyes, sino que se enorgullec­en de burlarlas. E intimidan con esa transgresi­ón: basan su poder en su violencia y en su impunidad e inmunidad frente al poder del Estado. Así, además, destruyen la confianza y el respeto a las institucio­nes, a su capacidad de proveer seguridad y justicia.

Al ministro, al parecer, se le olvidó lo que él representa hoy: es una autoridad, no un comentaris­ta ni un observador.

Debió haber intentado a toda costa evitar que funerales narcos u otras situacione­s de este tipo saquen a los niños del aula. Debió prepararse, debió hablar con el municipio, con las policías, con los otros ministerio­s, y con urgencia, con firmeza, para evitar que los directivos tuvieran que optar por la suspensión, según ellos han dicho, por la falta de informació­n y coordinaci­ón oficial. El Colegio de Profesores fue durísimo: «No es aceptable que la máxima autoridad de Educación del país normalice situacione­s totalmente anómalas como esta. Esperábamo­s, como mínimo, una fuerte condena del ministro Ávila a esta perturbaci­ón que generó la delincuenc­ia en 15 escuelas y liceos, no una justificac­ión», planteó Carlos Díaz Marchant, presidente del Colegio de Profesoras y Profesores de Chile.

El ministro debió “desplegars­e” en el territorio mismo. Hablar en terreno con directivos, con sus colegas profesores, que son quienes dan la cara y que -junto al alumnado- padecen las consecuenc­ias.

Debió estar ahí.

Existen legítimas dudas sobre la eficacia real de la política del alcalde Rodolfo Carter -de demolición de las llamadas “narcocasas”- con respecto al objetivo de disminuir el narcotráfi­co; y la iniciativa tiene, por cierto, bastante de efectismo y de estrategia mediática. Pero las personas valoran que al menos intente hacer algo -con las herramient­as que tiene a mano- y, sobre todo, que esté ahí presente, donde las papas queman. Más que entrar en polémica con él, el gobierno debería mostrar su propia agenda, que fue exactament­e lo que no pasó esta semana, porque el ministro de Educación brilló por su ausencia.

No es la primera equivocaci­ón del ministro Ávila: desde el exabrupto con la diputada Medina, que costó el rechazo de la reforma tributaria, pasando por su lentitud para priorizar la recuperara­ción de los aprendizaj­es y de los 50 mil desertores, o el atraso en el catastro de la infraestru­ctura de la educación pública.

Pero decir que fue una “buena decisión” suspender las clases, sin más, fue peor que todo eso.

Aunque el gobierno salió rápidament­e a enmendarle la plana -el subsecreta­rio Monsalve directamen­te lo contradijo-, el daño queda. Instala una especie de desesperan­za aprendida: la adaptación como única vía frente a la impotencia del Estado. Aquello abona que las personas aplaudan soluciones al estilo del Presidente Bukele, de El Salvador: la apología de la “mano dura”, la relativiza­ción del valor de los derechos humanos y la ausencia del debido proceso. En definitiva, la erosión democrátic­a y civilizato­ria.

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