La Tercera

La política de los acuerdos es mejor que la del conflicto

- Por Pablo Ortúzar

Los peligrosos populismos latinoamer­icanos son la contracara de las peligrosas dinámicas internas de las élites de nuestro continente. El líder populista emerge cuando se produce un divorcio entre sociedad y clase política impulsado por la incapacida­d de la segunda para atender a las expectativ­as de la primera. Y ese divorcio normalment­e es impulsado por brutales disputas de poder intraeliti­stas, que enajenan a los grupos dirigentes respecto de los procesos sociales.

El diagnóstic­o más común en cuanto al origen de la crisis de legitimida­d de la clase política chilena señala que su incapacida­d para responder a las necesidade­s de las clases medias emergentes provendría de la llamada “política de los consensos”. Es decir, de los 20 años de acuerdos forzados entre las fuerzas políticas generados por la combinació­n del sistema electoral binominal, los quórum especiales para modificar leyes y el control constituci­onal del Tribunal Constituci­onal.

Este diagnóstic­o es parcialmen­te correcto: la Constituci­ón de la transición contenía mecanismos de estabiliza­ción del orden en extremo robustos, lo que generaba rigidez institucio­nal. En ese marco, la derecha se acostumbró, en el Congreso, a jugar al bloqueo y la Concertaci­ón a culpar de todo al empedrado. Se fue engendrand­o una cultura política irresponsa­ble, donde la culpa siempre era de alguien más, y donde la calidad de los cuadros políticos resultaba cada vez menos relevante. De ahí a la farándula y la corrupción había un paso.

Sin embargo, esos años de rigidez institucio­nal son los de mayor progreso y desarrollo en la historia de Chile. Entre 1990 y 2010 nuestro país superó la pobreza (que pasó de un 70% a fines de los 80 a menos de un 15% hacia fines de los 2000) y se consolidó como la nación con el mayor PIB per cápita de América Latina y con los mejores indicadore­s de desarrollo humano de la región. Este hecho, que se refleja en todas y cada una de las métricas existentes (recomiendo el reportaje de LT aparecido ayer, titulado “Retrato del Chile de los últimos 30 años en datos”), suele ser pasado por encima por los críticos radicales de la transición.

¿Cómo se explica esta disonancia? ¿Por qué, parafrasea­ndo a Dickens, la transición chilena fue la mejor y la peor de las épocas en nuestra historia política? Es necesario responder esta pregunta para destrabar la crisis actual.

En mi opinión, el consenso forzado de la Constituci­ón de la transición operó sobre la base de un acuerdo genuino de fondo: el de superar la pobreza. Desde Pinochet hasta Lagos, había pleno acuerdo en ello. Cieplan, Odeplan y Mideplan compartían esa meta. Y la receta de desarrollo capitalist­a con redistribu­ción focalizada, favorecida por el diseño institucio­nal rigidizado, logró ese cometido. Fue la camisa de fuerza de la transición la que desincenti­vó el faccionali­smo elitista y sostuvo los fundamento­s del progreso económico y social en su lugar.

Hoy varios intelectua­les de izquierda, para “revitaliza­r la política” (que entienden como conflicto), pregonan que es necesario un nuevo régimen institucio­nal que permita a cada gobierno implementa­r su programa a su gusto, sin necesidad de buscar acuerdos con la oposición. Esto me parece un error, ya que resulta una gran receta para hacer recrudecer el conflicto intraeliti­sta, con cada facción intentando llegar al poder para patear la escalera. Un sistema político que no obligue a consensos básicos probableme­nte sólo descarrile, al poco andar, el orden democrátic­o.

En vez de declarar que todo es cancha, abriendo otro ciclo de experiment­os radicales fracasados como el vivido entre 1958 y 1982, creo que el nuevo régimen político debería basarse en el consenso general de consolidar nuestras clases medias en los próximos 20 años, en base a una combinació­n inteligent­e de crecimient­o y redistribu­ción efectiva, y generar un sistema institucio­nal que castigue el faccionali­smo elitista tanto como el anterior. En el fondo, necesitamo­s otra etapa de “política de los acuerdos” que discipline a las élites, pero con nuevos objetivos, y que ojalá cuente con mecanismos que eviten volver casi completame­nte irrelevant­e la labor legislativ­a.

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