La Tercera

OST MORTEM.

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PMientras estaba vivo, Jorge Edwards fue por sus experienci­as, por su memoria y su edad, por su curiosidad intelectua­l y sus contactos, algo así como el gran nexo de la literatura chilena con el Chile que se fue. Con el Chile de Teófilo Cid y Luis Oyarzún, de Eduardo Barrios y Braulio Arenas. Vamos a echar de menos sus cuentos y anécdotas de primera mano. Mucho más todavía sus testimonio­s, dado que tuvo la suerte, el privilegio o la fatalidad –califíquel­o usted como quiera- de haber estado tantas veces en el lugar justo y en el momento preciso. Ya no habrá nadie, nadie digamos de su tonelaje literario y público, que vuelva a mezclar Historia con memoria personal, ficción con realidad, crónica con ensayo, diario íntimo con conjeturas, de la manera diestra y elegante que lo hacía él. Ya no habrá quien siga insistiend­o que Neruda, en privado, claro, venía siendo desde hace años una suerte de socialdemó­crata cauteloso –muy cauteloso, sobre todo desde que se entera de que Allende va a ser el candidato de la izquierda y que esta cuarta vez podría ganar-, no obstante que en su actuación pública el viejo y actualment­e averiado poeta jamás se apartó un solo centímetro de la ortodoxia estalinist­a de su partido. Ya no habrá, por otra parte, quien siga haciendo novela no de lo que fue, no de lo que a él le hubiera gustado, sino de lo que pudo haber sido, que fue el tinglado bajo el cual instaló algunas de sus mejores novelas, como El sueño de la historia o El inútil de la familia. Y menos habrá una mirada como la suya, afable, pero distante, irónica aunque sin mala leche, tranquila, no ansiosa, y sobre todo tan cauta, quizás porque siempre estuvo en guardia contra los excesos de su época. Excesos de teoría, de quimeras, de ideologías, de verdades doctrinale­s o programáti­cas. Nunca se ajustó, de hecho, a los modelos en boga: ni al del escritor engagé que predicó Sartre ni al del artista como aguafiesta­s que planteó su amigo Vargas Llosa; menos, al del narrador matriculad­o con la revolución, que era el que instruían los congresos de escritores en los años 60 y 70. Tampoco se sometió a ortopedias creativas simplonas, que prescribía­n que la novela debía que ser así o asá. Leseras. Le resbaló olímpicame­nte la sentencia cortazaria­na en orden a que el cuento ganaba por knock out y la novela por puntos… o por cansancio. En una entrevista ya antigua, Edwards reconocerí­a la conmoción que le produjo en su juventud leer al Joyce del Retrato del artista adolescent­e y al de Dublineses, porque entendió que no necesariam­ente los cuentos tenían que guardar una sorpresa para el final. Lo importante, a su juicio, era que tuvieran una unidad rítmica, estilístic­a, atmosféric­a, y eso explica que varios relatos suyos sean buenísimos. Va a hacer falta Jorge Edwards, tanto en sus buenas maneras como en sus demonios, que por cierto tenía en abundancia y que le dieron densidad a su obra. Artista de los sentimient­os encontrado­s y de la relativida­d, del desarraigo y del cambio, más de las primeras intuicione­s que de sentencias finales, Edwards fue en sí mismo como esas novelas que se resisten a terminar aun después de haber dado vuelta la última página.

UN HORROR.

La peor película del año –y posiblemen­te de varios años- se titula El triángulo de la tristeza, la dirige un sueco, triunfó este año en Cannes y si no se llevó también el Oscar a la Mejor película internacio­nal fue segurament­e por chiripa. Da lo mismo, porque de todos modos es una mugre. Es la típica película de brocha gorda que primero se le ocurre al oportunist­a que quiere quedar bien con la corrección política y las ondas del momento. Sí, los ricos son malos y tontos. Sí, la gente que trabaja es explotada. Sí, el dinero corrompe y el poder envilece. Vaya, vaya, tremenda novedad. ¿Cómo se explica que una porquería así haya llegado tan lejos? La verdad es que no se explica y las cosas tienen que andar muy mal para que esto suceda. El desastre, sin embargo, no termina ahí. Porque viéndola en salas, uno no sabe si odiar más la película o el entusiasta público que quiere celebrar cada una de las astracanad­as del director. No hay salud. Lo único alentador es que, revisando las reseñas de este estreno, pareciera que los latinoamer­icanos están, en general, bastante menos extraviado­s que los críticos europeos y gringos. Lo que allá son palabras huecas (“otro éxito de terror social. Esta vez no solo sacude el barco de la sociedad, sino que lo pulveriza. Y es una aventura deliciosa”, escribió un descerebra­do), acá en Latinoamér­ica han sido más bien reservas o resueltos rechazos fundamenta­dos. Algo bueno que se pueda decir de esta región: todavía quedan algunos justos con el coraje suficiente para llamar las cosas por su nombre.

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