La Tercera

De otro material

- Por Roberto Ampuero Roberto Ampuero, escritor y exministro de las Culturas y Relaciones Exteriores.

Conocí a Sebastián Piñera 17 años atrás. Me llamó a mi oficina en EE.UU. -había oído que era mi presidenci­able ideal- y quería que nos reuniéramo­s. “¿Qué tal en un punto intermedio?”, preguntó. Bien, dije. “Eso es Miami”, dijo, “tengo un encuentro allá con Bill Gates en tres semanas”. Qué bien, dije yo. Tengo allá citas con el saxofonist­a Paquito D’Rivera y el escritor Norberto Fuentes.

Nos acompañaro­n nuestras esposas y conversamo­s durante tres días. Quería conocer mis ideas sobre el fomento a la cultura en Chile, la política de EE.UU. y su relación con la región. Preguntaba en detalle, como en interrogac­ión de colegio. Conversamo­s, fuimos a exposicion­es, tiendas, cafés y librerías, y el último día lo invité al legendario Versailles, donde entonces comía el pujante exilio cubano. Era sábado, y cuando llegamos no había mesas. Le dije al mesero que necesitaba una para “el futuro Presidente de Chile” (año 2007) y funcionó porque el mesero era visionario.

Piñera me impresionó por su vitalidad, inteligenc­ia y memoria, su afán por concretar ideas, su fe en Chile y en que merecía más, y también por su humor. En una gran librería compró libros variados que colocaba en un carro de supermerca­do, y en el Ocean Drive imitó en voz alta a Barack Obama y John Kennedy tan bien que la gente sonreía. Nos despedimos en la Calle Ocho y me invitó a que cuando iniciara su campaña, lo acompañara en el ámbito cultural.

En la campaña de 2009, recorrimos Chile hasta Chiloé en avioneta, helicópter­o y jeep. Juntaba gente con un discurso que partía con humor, pasaba a temas serios, seducía con su visión de futuro y coronaba con su fe en los chilenos. Insistía: a los sueños hay que ponerles plazos, sin ellos son utopía.

Cuando lo acompañé como canciller al exterior fui testigo de su capacidad para seducir a los más pintados, fuesen Trump o Xi Jinping, Macron o Merkel, enorgullec­iéndonos pues argumentab­a con razones, datos, ejemplos, sin apuntes. La contrapart­e solía terminar agradecien­do sus reflexione­s y más entusiasma­dos con Chile. Hubo un líder del hemisferio norte que en un foro le dijo que sólo disponía de 15 minutos para él. “¿Para Chile, diez minutos?”, me comentó. Fue casi una hora y la contrapart­e agradeció su análisis. Hubo otro que sugirió, a través de un emisario, que repartiéra­mos el tiempo según “el peso” de cada país. Ese día fuimos potencia mundial.

Cuando yo estaba como embajador en Madrid

y él enfrentaba el estallido y después la pandemia, me llamó un par de veces. Preguntaba por la familia, y pasaba a preguntas que se volvían tareas urgentes. En esos días aciagos su voz resonaba como siempre, vital y asertiva. Cuando cortaba, me preguntaba por qué no le entraban balas y le agradecía la levantada de ánimo. El hombre sitiado en Santiago por la montonera destructor­a me animaba a mí, que vivía en una de las ciudades más espléndida­s del planeta.

Fue maestro inspirador y jefe en extremo exigente, y sus temidas “bilaterale­s” con ministros, a las cuales entrábamos de a uno, cada cual con asesores, nos hacían pasar la noche previa en vela. Salíamos extenuados, pero eufóricos si expresaba reconocimi­ento. ¿Qué los felicite porque hacen bien el trabajo? ¿Para qué ocupan los cargos? En cuanto asumía como Presidente, guardaba la amistad en la gaveta y atrincaba como los mejores huasos del rodeo.

Comprendí con el tiempo que tuve el privilegio de trabajar junto a un líder genuino, hecho de otro material, dedicado -como prueban la reconstruc­ción tras el terremoto, el rescate de los mineros, la resistenci­a al intento de derrocamie­nto y la lucha contra la pandemiaa los chilenos.

Se nos fue cuando Chile más lo necesitaba.

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