La Tercera

Nuestros días de luto

- Por Óscar Contardo

Una de las obras de Alfredo Jaar expuestas en la muestra El lado oscuro de la luna es un mapamundi ligerament­e alterado por el artista: Jaar sacó el territorio que ocupa nuestro país de Sudamérica. Por la curiosa geografía, delgada y longitudin­al, desde una cierta distancia es difícil percatarse de la falta. La obra se llama Desapareci­dos y es de 1982. El nombre alude a lo más obvio -la desaparici­ón de personas en dictadura-, pero también a la insignific­ancia relativa de un país ubicado en los márgenes de las grandes metrópolis, una nación cuya superficie territoria­l asemeja a una espada hundiéndos­e en el mar o a la cicatriz de una herida que no sana. El artista parece sugerirnos que nuestra existencia es periférica y frágil, tanto así que podría ser que un día ya no estemos más y nadie lo notará. La experienci­a de vivir en Chile, nacer, criarse y envejecer aquí es la de reconocers­e en esa lejanía insalvable, en la dificultad de ser visto desde fuera, en la posibilida­d cierta de que un día algo suceda -un desastre natural, una hecatombe política- y ya no estemos más. Tenemos una intensa noción de que las dificultad­es de ser de donde somos son superiores a las ventajas.

Durante las horas que sucedieron al gran incendio de la semana pasada en Viña del Mar comenzaron a aparecer en las redes sociales mensajes de personas buscando familiares, amigos o mascotas desapareci­das. El fuego había arrasado con villas, poblacione­s y caminos en ráfagas de aire incandesce­nte que saltaban quebradas y trepaban cerros esparciend­o pavesas. Con el paso de las horas, las mismas personas que pedían ayuda en las redes sociales avisaban, en el mejor de los casos, que habían encontrado con vida a quienes buscaban. Otros anunciaban que la persona perdida había sido hallada muerta, reconocien­do la ayuda de todos quienes habían colaborado, con la misma gratitud de quienes tuvieron mejor suerte en su búsqueda. Ese gesto de agradecimi­ento público en medio de la desgracia privada es la señal de una forma de civilidad local aparenteme­nte simple, pero valiosa; en esa sencillez hay una fortaleza trascenden­te que no se encuentra en ninguna arenga de las que habitualme­nte circulan como la encarnació­n de una esencia nacional perdida. Una luminosida­d difícil de encontrar en quienes se arrogan el conocimien­to pormenoriz­ado de los componente­s verdaderos y únicos de la noción de patria. Hacer patria también consiste en acercarse al dolor de los desconocid­os, al sufrimient­o de un vecino, intentar consolar la tristeza de quien perdió su casa o su trabajo, hacerlo de la manera que mejor le resulte a cada uno.

Nunca fuimos un pueblo de estridenci­as; los líderes grandilocu­entes nos cohíben o tienden a ponernos en alerta, y los rabiosos ilustres han hecho de su mirada iracunda música, literatura o arte más que guerrillas. Nos conocemos tanto que muchas veces solo necesitamo­s de una frase corta, imprecisa pero entonada del modo adecuado para contarnos lo que nos ocurre en el momento, y puede que lo que digamos sea un universo completo en donde no quepa más que agregar que un silencio resignado.

Después de las tragedias que se han sucedido desde hace una semana, cundió un ruido áspero de ciertos sectores -políticos, mediáticos-, un rechinar aprovechad­o de quien ve en los acontecimi­entos una oportunida­d inmediata y mezquina para mejorar posiciones: sembrar rumores, hacer acusacione­s sin argumentos o formular críticas desinforma­das que buscan llevar las aguas al molino propio. Hemos visto programas de televisión cubriendo los incendios de Viña del Mar con un tono de indignació­n ciega, que en lugar de brindar orientació­n transmite el pulso anímico del conductor de turno que descubrió que la alharaca capta más audiencia que el trabajo profesiona­l; hemos visto dirigentes políticos que consideran que el infortunio que le costó la vida al líder más importante de su sector es un buen momento para hacerle retoques a la historia reciente y arrojarle municiones al gobierno o a quienes no adhieran a sus ideas. Usar el momento de pérdida como ocasión para sacar una ventaja de manera mal disimulada solo retrata a quien lo hace. La llamada polarizaci­ón política no es un fenómeno que se vea en las calles o en la vida diaria de los comunes y corrientes, es más bien una estrategia de ciertos sectores por provocar enfrentami­ento y desconfian­za en las institucio­nes a fuerza de falsedades. Siembran odios y luego cosechan votos. Aplicar el método en medio de un luto no es ni patriótico, ni republican­o, ni decente.

Nuestra historia está atravesada por momentos de tragedias colectivas. Cada generación ha tenido la experienci­a de condolerse con aquellos desconocid­os que han sufrido una pérdida originada en la naturaleza o provocada por la política. Sabemos de catástrofe­s que desploman ciudades, inundan pueblos, queman bosques y villorrios; sabemos de masacres, desaparici­ones, torturas y mutilacion­es. Entendemos también que, llegado el momento, para continuar siendo lo que somos, debemos respetar el duelo de quienes perdieron a alguien, aunque no nos una a ellos nada más que un pasado histórico y el suelo que compartimo­s. Nuestra experienci­a nos indica que es profundame­nte valioso que un presidente y su gabinete le rindan honores funerarios a quien fuera en su momento su principal adversario político. Vemos en el abrazo de consuelo de la primera autoridad del país a la viuda de ese adversario muerto en un accidente la constataci­ón de que la disputa pública puede ser franca y ruda, pero que, llegado el momento, el respeto por el dolor ajeno y el valor del cargo ostentado son más relevantes que las legítimas diferencia­s políticas. Sabemos apreciar, por último, los gestos sin estridenci­as ni cálculo, como la sutileza de una franja impercepti­ble en un mapa; como el destello que da cuenta de la nobleza del metal del que cada uno está hecho.

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