La Tercera

Sebastián Piñera

- Por Sebastián Edwards

Conocí a Sebastián Piñera en 1980, en un seminario en Cieplan, el think tank dirigido por Alejandro Foxley. El expositor era Stephen Marglin, un marxista que había sido profesor de Piñera en Harvard. No recuerdo el tópico de la charla, pero sí recuerdo, como si fuera ayer, que Piñera hizo dos o tres preguntas brillantes, que dejaron a su exmaestro meditabund­o y confundido. Al terminar el evento me acerqué a saludarlo. Hablamos sobre los trabajos académicos que había hecho inmediatam­ente después del doctorado. Celebré, especialme­nte, un artículo suyo, publicado en 1978, donde analizaba con gran originalid­ad las consecuenc­ias de la desnutrici­ón en los mercados del trabajo de los países pobres. Me agradeció y dijo que casi todo el esfuerzo lo había realizado su coautor, Marcelo Selowsky. Tiempo después, el propio Selowsky -un economista chileno que llegó a los más altos puestos en el Banco Mundial- me confirmó que no era así, que lo de Piñera había sido un acto de modestia y buena onda.

Lo volví a ver durante el verano boreal de 1984, cuando empezaba su carrera como empresario. Yo estaba en Washington DC, haciendo una consultorí­a para el Banco Mundial, cuando recibí una llamada: “Hola, soy Sebastián Piñera, y ando de paso. Veámonos.” Esa noche fuimos a comer con Álvaro Donoso, quien representa­ba a Chile en el directorio del FMI, a un restaurant­e en Georgetown. Fue una comida alegre, intensa, llena de pruebas de inteligenc­ia y astucia que Sebastián nos hacía sin cesar. Le pregunté por qué había regresado a Chile, en vez de seguir una carrera académica en EE.UU., o trabajar en los organismos internacio­nales. Me miró con esa sonrisa irónica tan suya, y me dijo que todos teníamos que contribuir al regreso de la democracia. Luego de unos segundos agregó que después de que eso sucediera, él sería presidente. Le pregunté, un poco a la mala, cuáles eran las ventajas de ser presidente de un país tan chico, tan malo para el fútbol, tan pobre, tan complicado, tan alejado de todo. Volvió a sonreír, y disparó lo siguiente: “La mayor ventaja es que cuando uno se muera, lo van a despedir con honores militares”. Encontré que la respuesta era ingeniosa, pero tan alejada de la realidad que ni siquiera valía la pena rebatírsel­a. Casi al terminar la cena le hice otra pregunta: ¿Por qué, después de colaborar con Sergio Molina en el “Mapa de la Extrema Pobreza” de mediados de los 70 no aparecía como uno de sus coautores? No estoy seguro cuáles fueron sus palabras exactas, pero insinuó que prefería no aparecer colaborand­o con la dictadura.

Si bien en las relaciones profesiona­les era muy exigente, no era nada de arrogante. En múltiples ocasiones lo vi interactua­r con subordinad­os y colaborado­res, y lo observé en debates con amigos y detractore­s. Nunca, jamás, lo vi apelando a su rango, formación, dinero o experienci­a para ganar una discusión. Las ideas valían por su propio mérito. Y si bien se formaba opiniones muy rápido, siempre estaba dispuesto a escuchar y a dejarse convencer por sus interlocut­ores.

Durante la pandemia, citó a economista­s independie­ntes y de distintas tendencias para que discutiéra­mos el diseño del IFE. Un pequeño grupo, liderado por Andrea Repetto, habíamos elaborado un plan preliminar que él quería someter a una discusión amplia. Tuvimos una serie de reuniones por Zoom, en las que el propio Presidente participó activament­e. Hacía preguntas difíciles, sometía las ideas a pruebas y contraprue­bas, inquiría sobre las fuentes de datos y sobre la metodologí­a usada para proyectar los impactos de las medidas sobre el bienestar de las familias y el erario público.

La última vez que compartí con él y Cecilia Morel (quien mostró su grandeza en los últimos días) fue en julio del año pasado. Viajaron a Los Ángeles rumbo a una conferenci­a en Sun Valley, con Jeff Bezos, Bill Gates y otros titanes de la tecnología. Durante tres días, Alejandra Cox y yo fuimos sus anfitrione­s. Comprobé, una vez más, que Sebastián Piñera era una persona extraordin­aria, cercana, cariñosa, curiosa y con un enorme sentido del humor. Quería hacerlo todo. Comer mariscos, visitar la famosa Venice Beach con sus forzudos y forzudas levantando pesas, conversar hasta que diera puntada, visitar museos y volver a comer mariscos. Para nuestra sorpresa, uno de sus mayores intereses era visitar la famosa calle Rodeo Drive, en Beverly Hills, donde se había filmado Pretty Woman, con Julia Roberts.

Durante nuestras conversaci­ones pude verificar tres cosas que ya sabía: Sebastián Piñera era un demócrata cabal, un excelente economista, y no conocía, ni de cerca, el rencor. Traté, con una malicia deliberada, que hablara mal de sus adversario­s políticos, que dijera que los detestaba y que buscaría la venganza. Le hablé del Conde de Montecrist­o y le repetí el viejo adagio, “el que me la hace me la paga”. Pero no cayó en ninguna de mis trampas. Claro, tenía juicios críticos y opiniones formadas, pero no había ningún rencor en sus palabras.

Conversamo­s sobre los “cómplices pasivos” y las violacione­s de los derechos humanos durante la dictadura. Le hablé sobre el libro La Búsqueda, de Cristóbal Jimeno y Daniela Mohor, y quedó profundame­nte impresiona­do. Me dijo que llamaría a Cristóbal para conocerlo, pero fue una de las muchas cosas que quedaron inconclusa­s.

Ese domingo los llevamos a misa en la Catedral de Los Ángeles, para que vieran la devoción del pueblo hispano. Al terminar, vistamos el subterráne­o, una especie de catacumbas con nichos empotrados en las paredes en las que están enterrados cardenales, alcaldes y benefactor­es de la Iglesia. En broma le dije: “Oye, tú que tienes recursos, por qué no te compras una tumba aquí”. No alcanzó a responder cuando, riéndome, le dije: “‘Guachito’, mejor que no... Tú, nunca te vas a morir”.

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