La Tercera

Descriteri­o supremo de alta gama

- Por Paula Escobar Chavarría

Insólita ha resultado la polémica estival de “alta gama” de la Corte Suprema de Chile. El mayor órgano jurisdicci­onal del país, cuyos miembros debieran entender mejor que nadie la naturaleza del discernimi­ento, se ha dedicado horas y horas, plenos y plenos, a discutir no sobre el alza del crimen organizado, la terrible sensación de insegurida­d y de impunidad que aqueja a la ciudadanía, o acerca de los casos más graves de nuestro acontecer, sino que han dedicado su pensamient­o y raciocinio a discutir sobre autos.

Sí, autos.

Autos de lujo o alta gama, más encima. Dentro de aquel organismo se ha discutido -como se ha conocido estas semanasno solo acerca de la urgencia de cambiar sus autos oficiales que los llevan y traen de Palacio-, sino que, además, y con mucho detalle, acerca de cuál sería la marca idónea. Después de un exhaustivo análisis de mercado -64 autos se revisaron en detalle- y de incluso tener modelos en exhibición en los estacionam­ientos, optaron por un modelo Lexus que vale 57 millones de pesos para renovar la flota de 22 autos que, como se sabe, tienen un costo fiscal -es decir, pagado con los impuestos de chilenas y chilenos- de 1.300 millones de pesos. Fue una decisión de mayoría de los miembros de la corte presentes (faltaron varios): se registran solo dos votos en contra: el del presidente de la corte, Ricardo Blanco, y de la magistrada Andrea Muñoz.

Cuando La Tercera, el 12 de febrero, dio a conocer esta informació­n que causó gran rechazo, el descriteri­o “supremo” siguió. Explicaron, primero, que era porque el modelo de la flota actual (Toyota Camry) no estaba disponible. Luego se esgrimió que la elección se debía a razones ecológicas: buscaban un auto híbrido. O que las baterías de sus autos actuales estaban gastadas (¿cambiar una batería equivale a cuántos Lexus?).

Cuando las explicacio­nes sobre el costo-beneficio fiscal se transforma­ron en un laberinto absurdo (cómo se explica que 57 millones por auto es uso prioritari­o de los recursos fiscales y que, además, así se ayuda al planeta…), se siguió incurriend­o en nuevos descriteri­os argumental­es: desplazar la culpa a otros. Plantearon que este gasto había sido autorizado por el Ministerio de Hacienda. Ácido como pocas veces, el ministro Marcel los desmintió, y no solo eso: dijo que su auto tenía 260 mil km y todavía funcionaba bien.

Para resolver la situación, y si había o no autorizaci­ón, el presidente de la corte pidió un informe al director de la Corporació­n Administra­tiva del Poder Judicial (CAPJ), a cargo de la tramitació­n. En definitiva, no hay papel alguno con la supuesta “autorizaci­ón” de Marcel o la Dipres a la compra de 22 Lexus. De hecho, la Ley de Presupuest­o 2024 no contempla la renovación de autos. Lo que hay es un oficio del 26 de enero en que la CAPJ le pide a la Dipres hacer uso del “saldo en caja” -dineros que no han sido gastados en años anteriores- para este propósito. Oficio que no tuvo respuesta. No hay que ser alto magistrado para saber que aquello de ningún modo significa aprobación.

Y, más allá de si estuvo o no autorizado o conversado con Hacienda, ¿no debieran los jueces del máximo tribunal comprender mejor que nadie que la responsabi­lidad no se extingue porque alguien le haya “autorizado” determinad­o mal actuar? ¿Dónde queda su propio discernimi­ento, su propia capacidad, como órgano máximo de justicia, para distinguir lo bien hecho de lo mal hecho? ¿Lo fundamenta­l de lo accesorio?

Finalmente, después de todo este episodio, la operación Lexus -que además era por trato directo- se abortó. Luego de dos horas de otro pleno dedicado a los autos, los supremos decidieron revertir la medida. El secretario de la Suprema, Jorge Sáez, leyó la resolución: “Se decidió dejar sin efecto el acuerdo adoptado para la compra de 22 automóvile­s Toyota Lexus ES300H”, aseguró, sosteniend­o que el tribunal no era ajeno a la “contingenc­ia y al contexto de los acontecimi­entos que preocupan al país”.

Una correcta decisión, por fin, pero no deja de ser alarmante que, aun cuando declaran no estar ajenos a la “contingenc­ia”, hayan tenido que destinar varios plenos para decidir . Desde que optaron por dar luz verde a esta compra era meridianam­ente claro que era un descriteri­o de proporcion­es. No eran necesarias horas de horas de debate para saberlo.

El episodio -aunque pudiera parecerlo- no es baladí ni anecdótico. Es dañino, porque revela una suprema falta de criterio, que ha implicado una suprema pérdida de tiempo, y que sugiere una suprema desconexió­n con los ciudadanos y ciudadanas a los que los jueces deben servir con urgencia y velocidad. Personas que solo quieren -especialme­nte hoy- que la justicia llegue, y llegue a tiempo.

No se necesita para aquello ningún auto de lujo, sino sobria dedicación y, sobre todo, lúcido discernimi­ento.

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