La Tercera

La picaresca municipal

- Por Oscar Contardo

Ocurrió en el verano de 2013. En enero de ese año los integrante­s del Concejo Municipal de Curicó decidieron que era una buena idea cruzar la cordillera para participar en la maratón de chivos a las llamas, una fiesta tradiciona­l de la localidad argentina de Malargüe, justo del otro lado de la frontera, consistent­e en un masivo asado de cordero. Una de las concejalas consideró que era buena idea cruzar el paso internacio­nal en un taxi solventado con dinero público. El resto de las autoridade­s acudió en movilizaci­ón propia con gastos de combustibl­e a rendir a cuenta del municipio. El registro de las autoridade­s festejando sembró la duda sobre la manera en que esas muestras de camaraderí­a transandin­a beneficiab­an a la ciudad. La sangre llegó al río un año más tarde, cuando el concejo aprobó financiar una gira europea para tres de sus miembros: necesitaba­n capacitars­e en París, Roma y Barcelona. Hubo una denuncia y luego una investigac­ión que dio cuenta de que el concejo municipal en ejercicio solía organizar viajes con una frecuencia pasmosa, dentro y fuera de Chile, sin una finalidad clara y a costas del dinero de la ciudad. En 2015 todo el concejo municipal, nueve personas militantes de distintos partidos, fue formalizad­o por fraude al Fisco y en 2017 condenados a penas leves remitidas y a una multa del 20 por ciento de lo defraudado. El mensaje enviado por las institucio­nes fue claro: defraudar un municipio sale barato.

Aunque lo ocurrido en Curicó tiene elesectore­s mentos de una picaresca provincian­a, reporta un síntoma de algo mayor, porque involucró a representa­ntes de todo el arco político. El caso indicaba un extravío absoluto entre la promesas de campaña y las prioridade­s de unos concejales que resultaron ser poco más que una camarilla de aprovechad­ores. Desconozco las medidas que tomaron los partidos de cada uno para evitar que algo así se repitiera, pero a la luz de la cantidad de revelacion­es sobre fraudes municipale­s, sospecho que no hubo ninguna. La cascada de casos sobre robos en los gobiernos locales revelan la naturaliza­ción de una manera de asumir el poder municipal que más que una anomalía es parte de un sistema de gestión extendido para el que no existen cortafuego­s institucio­nales, porque no hay interés de que se construyan. Desde contratos amañados como el caso luminarias en Iquique o el llamado caso cuentas corrientes en Ñuble, hasta el clientelis­mo electoral en San Ramón.

Entre las críticas de fondo recurrente­s de los conservado­res y liberales a la izquierda y al progresism­o está lo que llaman propuestas “demasiado ideologiza­das” que no guardan relación con las necesidade­s más próximas de las personas, entendiend­o como tales, por ejemplo, asuntos bien concretos, como veredas y luminarias en buen estado, plazas y parques, consultori­os de salud y seguridad. Una perspectiv­a bastante razonable que, sin embargo, se contradice en la práctica con gestiones municipale­s desastrosa­s, como la de Cathy Barriga en Maipú, uno de los municipios más poblados del país, que dilapidó miles de millones de pesos en frivolidad­es de distinta calaña a vista y paciencia del partido que la apoyó. Otra de las críticas usuales desde la derecha es a la falta de transparen­cia en la gestión pública, un aspecto en el que los mismos partidos de ese sector deberían cumplir y no lo hacen: la disposició­n a exhibir las cuentas de las corporacio­nes municipale­s ha sido la misma de municipios controlado­s por sus adversario­s, es decir, ninguna.

Las investigac­iones por fraudes en alcaldías cunden en todo el país, con montos a la escala del tamaño y la riqueza de los municipios y un descontrol sistémico que los partidos enfrentan sin asumir responsabi­lidad alguna. Hasta el momento no ha habido interés por remediar a nivel legislativ­o las filtracion­es de dinero público de las alcaldías, ni de separar desde los partidos la paja del trigo con decisión, porque -tal como en el caso de los concejales viajeros de Curicó- parece existir una cultura bien asentada de considerar la caja municipal como fondo disponible para financiar necesidade­s privadas múltiples, aliñada por la costumbre de que todo se arregla con un hoy por ti y mañana por mí. Eso es lo que parece haber funcionado en Las Condes con los pagos de horas extras en cantidades inverosími­les, o en Vitacura, en donde el exalcalde Raúl Torrealba decidió cooperar con el fiscal a cargo admitiendo que bajo su alcaldía la corporació­n municipal financió estudios electorale­s. Torrealba, formalizad­o por varios delitos de corrupción, logró el cambio de las medidas cautelares impuestas previo pago de una fianza y luego de una declaració­n que habría servido a la Fiscalía para comprender detalles de la trama. El exalcalde declaró al salir de la cárcel para cumplir arresto domiciliar­io que “esto está recién empezando y falta mucho por conocer aún”.

Que la corrupción en los municipios es un asunto extendido es un hecho. Los casos salpican a partidos oficialist­as y de oposición en distintas regiones del país y la percepción general es que o la justicia llega tarde o no llega. El desplome de la confianza pública en la política está llegando a un sótano profundo y está socavando, incluso, institucio­nes como las municipali­dades, aquellas que la ciudadanía considera más cercanas a atender sus necesidade­s. Tal como en tantos temas, la actitud de las dirigencia­s ha sido esperar que pase el escándalo propio hasta que aparezca el del adversario, sacando provecho del momento sin atender a la debilidad estructura­l. Partidos que siguen prometiend­o gestión y probidad orientadas al bienestar de las personas y brindando nada más que decepción y picaresca.

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