La Tercera

El not juez

- Álvaro Ortúzar Abogado

Tal vez al magistrado Urrutia le gusta que lo llamen transgreso­r y rupturista, que su carácter atrevido y desafiante concite la atención pública y coloque a sus superiores jerárquico­s en una situación incómoda. Quizás la docena de sumarios disciplina­rios que le han abierto -sin lograr removerlo- sean motivo de orgullo para él en lugar de una advertenci­a. Al fin y al cabo (y probableme­nte eso piensa de sí mismo), es un juez que actúa por conviccion­es morales antes que legales. A propósito de lo que vamos a comentar, recordamos la opinión del profesor Carlos Peña en una columna de la época (El Mercurio, diciembre de 2013), cuando se promovía a Carlos Cerda como ministro de la Corte Suprema. En causas importante­s relativas a derechos humanos, el juez Cerda hacia valer sus conviccion­es por sobre lo que disponía la ley. En su obra “Iuris Dictio”, exponía sus puntos de vista acerca del papel del juez en la sociedad, su pertenenci­a a ella, su pensamient­o político y la libertad para plasmar sus conviccion­es en las sentencias. Pero, como decíamos, Carlos Peña refutó este pensamient­o, señalando que un sistema democrátic­o, si bien libera a los jueces de todas las presiones, no es para dejarlos solos en busca de la arquitectu­ra moral del universo. Es, como concluye, “para que se vinculen a la ley y nada más que a la ley”. Ese liberalism­o, que postula que las decisiones de los jueces no encuentran su origen en la sola aplicación de las normas, era el que promovían los creadores del “realismo judicial” (Jerome Frank, en los años 1920-50), una doctrina que rechazaba el formalismo de la ley y creía en la motivación de la sentencia, propia, personal y fundada.

En el caso del juez Urrutia y de los favorecido­s por los permisos extraordin­arios -que incluían teleconfer­encias sin restriccio­nes y visitas íntimas- otorgados a presos por delitos muy graves perpetrado­s por una organizaci­ón criminal, no hay nada de conviccion­es, de moralidad ni de filosofía jurídica que mereciera un análisis más profundo. No es un caso en que tendríamos que examinar una sofisticad­a finura jurídica ni someterlo a un escrutinio intelectua­l.

Se trata de una directa desviación de poder, un abuso en contra de la ley y un menospreci­o a la sociedad. Más bien, se asemeja a un mero relajamien­to de los deberes mínimos éticos que deben ser caracterís­tica del buen comportami­ento de un juez, entendiend­o por tal uno que aplica la ley con buen criterio y sin apartarse de su sentido y alcance.

Si a esto se agrega que el magistrado comparte asesoría jurídica con el letrado que asiste a los favorecido­s extraordin­ariamente, entonces estamos frente a una situación más grave que correspond­e a la Corte Suprema calificar. Lo que es a los ciudadanos, los deja en la indefensió­n. Exactament­e lo que no debe hacer un juez, y menos confundien­do su personal conducta con la defensa de los derechos humanos.

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