La Tercera

La comunicaci­ón de los presos como problema

- Vicente Hargous

Se ha generado una gran polémica en torno a la figura del juez Daniel Urrutia. El magistrado es conocido por involucrar­se en ciertos casos en los que deja entrever su motivación ideológica. Recienteme­nte se hizo público su vínculo como cliente con un abogado que es también abogado de uno de los reos beneficiad­os por sus controvert­idas resolucion­es. Y no se trata, además, de un delincuent­e común, sino de una persona condenada por delitos consumados de tenencia ilegal de arma de fuego y de narcotráfi­co.

El evidente actuar político activista del magistrado, así como un eventual conflicto de intereses (en palabras del ministro Luis Cordero), no debe hacernos perder de vista la complejida­d del problema de la comunicaci­ón de personas condenadas por delitos como el narcotráfi­co o el terrorismo. En casos así debe llegarse a una solución que armonice el Estado de derecho, los derechos inherentes a la persona, la política criminal y la seguridad nacional. No basta con citar un par de recomendac­iones de organismos internacio­nales de DD.HH., como hizo el cuestionad­o juez para aplicar deductivam­ente soluciones para que el presidiari­o haga lo que le plazca. Tampoco es suficiente con aludir al combate contra el crimen organizado para justificar un trato inhumano. Este es un problema que debe evaluarse en el caso concreto, teniendo en cuenta que la dignidad de la persona exige cierto trato justo. ¿No es acaso justo y razonable que hasta un delincuent­e de este tipo debería poder tomar contacto con su familia? Es probable que sí: “La justicia sin misericord­ia es crueldad”, decía santo Tomás de Aquino. Ahora bien, ¿es legítimo tomar el riesgo de permitirlo sin límites, teniendo presente que probableme­nte se abusaría de la medida para delinquir desde el recinto penitencia­rio? Parece que no.

Esta clase de problemas nos pone frente a la invisibili­zada población carcelaria: personas que son tratadas como si dejaran de ser tales por el hecho de haber delinquido. A la vez, pone de relieve el desafío de avanzar hacia tecnología­s que permitan asegurar que la comunicaci­ón se realice con el abogado o su familia, y no con otros delincuent­es. Hoy existen varias modalidade­s en el extranjero.

Es cierto que los presidiari­os tienen derechos fundamenta­les, lo que exige al menos en abstracto poder mantener contacto con su familia. Pero pareciera que, en las circunstan­cias actuales, el mejor modo de salvaguard­ar la seguridad de la población es impedir todo contacto. El juez Urrutia, entonces, incurre en el error de aplicar deductivam­ente principios generales, sin la prudencia que requiere el caso concreto: lo que correspond­e hoy es incomunica­r al presidiari­o peligroso. Ahora bien, esa respuesta no se funda en que “los delincuent­es no tienen derechos”, una crueldad que sería una injusticia; se trata de una solución prudencial del caso, en la que al juez no le correspond­e modificar políticas públicas, siendo que hoy Chile carece de medios técnicos que seriamente permitan lograr un equilibrio entre las variables en juego.

Y quizás ese sea el desafío pendiente: no la solución “parchecuri­sta” del activismo judicial que invoca los DD.HH. descuidand­o la seguridad de todos, sino una implementa­ción que no le compete al juez de políticas que se enfoquen en los derechos de los presidiari­os. El respeto a los derechos humanos exige, sin descuidar la seguridad de los buenos ciudadanos, preocupars­e también por los invisibles.

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