La Tercera

Batallas precozment­e perdidas

- Por Oscar Contardo

Ya es marzo y se completan dos años de un gobierno encabezado por una generación política que llegó al poder, en parte, porque la alternativ­a era un candidato de ultraderec­ha y, en gran medida, porque el candidato ganador encarnaba la aspiración a un cambio largamente esperado. El resultado del plebiscito del 4 de septiembre de 2022 marcó el destino de un gobierno enfrentado a una oposición cuya ferocidad depredador­a ha sido facilitada por una sublime vocación de torpeza y falta de criterio de quienes llegaron a La Moneda. Algo que quedó en evidencia desde la primera semana, con la insólita excursión a La Araucanía encabezada por la exministra del Interior. El sonido de aquellos disparos con los que fue recibida pronto se transmutó en otro, el de las balaceras de las bandas criminales que hacían sus primeras incursione­s principalm­ente en el norte y en la capital.

El declive de la calidad de vida en las grandes ciudades era una realidad, y el deterioro en la capital, sobre todo en el centro, era evidente, sin embargo, durante meses se trató a quienes alertaban sobre la situación como personas exageradas: la merma en la seguridad era una cuestión de percepcion­es. En esas primeras respuestas, burlonas, quedó en evidencia uno de los tantos flancos de las dirigencia­s del Frente Amplio: la confianza excesiva en que su capacidad de explicar los fenómenos de la realidad en el formato de una tesis espontánea es mucho más interesant­e para la opinión pública que exhibir logros en mejorar las condicione­s de vida. Con algunas excepcione­s, como la del alcalde de Maipú, hay una tendencia a ir por la vida enseñándol­es cosas -conceptos, fenómenos- a quienes no se los han pedido. Sospecho que esa compulsión es un resabio de formación religiosa de infancia de algunos de ellos o de la participac­ión en organizaci­ones de beneficenc­ia en la etapa universita­ria, en donde la aproximaci­ón al mundo, más allá de sus círculos familiares, institucio­nales y de clase, tiende a darse en esquema del evangeliza­dor (una persona con poder) frente al evangeliza­do (una persona sin poder). La relación que se establece en estos casos es siempre asimétrica, paternalis­ta. Claramente, no es algo que haya aparecido en esta generación, es una dinámica que los precede. La diferencia con el impulso evangeliza­dor de la izquierda de antaño es que hasta la dictadura los partidos acudían efectivame­nte a las poblacione­s y barriadas. Los partidos actuales se ahorran el contacto directo y hacen uso intensivo de las tecnología­s para enviar mensajes a distancia a sitios poco habituales para ellos, a los que se refieren como “territorio­s” (una categoría geográfica que ni siquiera evoca personas). Este imaginario de uso intensivo, además de remitirnos a ese eco evangeliza­dor antes mencionado, tiene un regusto colonial, algo sumamente problemáti­co de sostener cuando se asume que uno de los principale­s problemas de las ciudades chilenas actualment­e es la segregació­n social. ¿Cómo es posible lograr cohesión cultivando la distancia? ¿Cómo es posible aspirar a un trato horizontal si se ejerce de colonizado­r? ¿Cómo es posible creer en un discurso igualitari­o si las dirigencia­s y autoridade­s refuerzan conductas elitistas y amiguistas en nombramien­tos y cargos? Otra contradicc­ión mucho más explícita es que los mismos dirigentes que hasta hace unos años exigían que sus adversario­s asumieran responsabi­lidades políticas más allá de lo legal, hoy defiendan la permanenci­a del principal asesor del Presidente, con despacho en Palacio, pese a que el asesor debió declarar a Fiscalía por sus vínculos con los imputados en el caso de la asignación de dineros a la fundación Democracia Viva. ¿Por qué alguien cuyo trabajo es dar soluciones acaba encarnando una crisis crónica para el gobierno? No se entiende la lógica. La trenza política y familiar exhibida en este asunto resulta muy poco coherente con el discurso de transparen­cia y de igualdad de un gobierno progresist­a. Al parecer, las aristocrac­ias son malas solo cuando son del círculo de pertenenci­a de los adversario­s.

La compulsión de las dirigencia­s del Frente Amplio por dictar cátedras en lugar de ofrecer resultados cansa y no le mejora la vida a nadie: puede que las palabras creen realidad, pero las meras palabras no hacen que una persona desemplead­a encuentre trabajo, ni detienen balas perdidas, ni pagan cuentas médicas, ni hacen que las escuelas funcionen.

En estos dos años la figura de un presidente carismátic­o tampoco ha servido para compensar el zigzagueo presidenci­al sobre temas tan importante­s como los casos de violacione­s de los derechos humanos durante el estallido: el discurso fúnebre al expresiden­te Piñera contenía una frase que, para muchos, resultaba desafortun­ada, porque desdeñaba la situación que viven hasta ahora las personas que sufrieron mutilación ocular. Quienes salieron en la defensa del discurso lo hicieron acusando mala intención o franca ignorancia de quienes lo criticaban. Según ellos, todo se redujo a la mala interpreta­ción de la palabra “querella”. En lugar de admitir el desatino, o caer en cuenta que dado el lugar y el momento era la interpreta­ción más obvia, una vez más era el resto quien no comprendía lo que decían. Lo que sugieren una y otra vez es que ellos sí conocen el verdadero significad­o de las palabras y la manera adecuada de interpreta­rlas independie­nte del contexto y de la historia, tal como el secreto de una secta que se repliega sobre sí misma y evita el contacto con los infieles. Justamente lo contrario que se supone debería hacer un gobierno elegido para dar esperanzas y concretar cambios, no para repartir cargos entre cercanos y pasarse el día dando explicacio­nes sobre las promesas rotas.

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