La Tercera

Barros Boric

- Por Daniel Matamala

Ramón Barros Luco fue ministro dieciséis veces, en cinco gobiernos distintos. Ejerció como presidente de la Cámara, diputado por 27 años, y senador por 12 más. Director de bancos, presidente de la Sofofa, ministro plenipoten­ciario ante Francia y la Santa Sede, fue también Presidente de la República entre 1910 y 1915.

Pero no se le recuerda por nada de eso. Sólo pasó a la historia por su afición al sándwich de churrasco y queso derretido.

Un siglo después, Gabriel Boric adoptó su legado gastronómi­co. Siendo Presidente electo, una noche de verano llegó a la fuente de soda La Terraza, saludó a los comensales puño en alto, y pidió un “Barros luco más palta, tomate y extra mayo”. El contundent­e sándwich fue bautizado como “Barros Boric”.

En esos días, esa anécdota parecía el único punto en común entre ambos mandatario­s. Barros Luco llegó a la presidenci­a como candidato de consenso de la élite política y económica. “Soy garantía para todos”, fue su promesa, y se aplicó en cumplirla. “Hay dos clases de problemas: los que se resuelven solos, y los que no tienen solución”, es la frase que se le atribuye como resumen de su ideario político.

Y así le fue: durante su débil gobierno, los problemas se acumularon. Las protestas obreras se radicaliza­ron, la policía perpetró la Matanza de Forrahue, y la desigualda­d se agudizó: entre 1903 y 1913, los ingresos del 1% más rico crecieron 8% anual, mientras el ingreso de los trabajador­es no calificado­s caía 1,8% al año.

Como un opuesto de Barros Luco, Gabriel Boric llegó a La Moneda prometiend­o solucionar infinidad de problemas, no tan diferentes a los de hace un siglo: descontent­o social, brutalidad policial, desigualda­d extrema.

Él no sería garantía para los interesado­s en mantener el status quo. Todo lo contrario. El programa de Apruebo Dignidad prometía “un nuevo Chile”, donde “el mercado deje de ser el principio estructura­dor de la sociedad”, a través del fin de las AFP, un sistema universal de salud y el ”cambio estructura­l de nuestra matriz productiva”, para “avanzar hacia un nuevo modelo de desarrollo”.

Otros compromiso­s incluían el impuesto a los súper ricos, legalizar el aborto, crear un Banco Nacional de Desarrollo, eliminar a los delegados presidenci­ales en regiones, y duplicar el presupuest­o de cultura.

Gran parte de este programa ni siquiera llegó a impulsarse. Boric desaprovec­hó su breve luna de miel y decidió esperar el empujón del plebiscito del 4 de septiembre. Echó así por la borda los únicos seis meses de iniciativa política que podría haber tenido.

El diputado Gonzalo Winter lo explica como un error táctico: no han dado “la batalla política e ideológica”. Pero el asunto es mucho más profundo. A estas alturas, ¿en qué creen el Presidente y su coalición? ¿Qué principios, de esos que declaraban con tan honda convicción, aún atesoran?

El Boric candidato vestía poleras contra el TPP, al que calificaba de “inaceptabl­e”. El Boric Presidente lo firmó.

El Boric candidato prometía refundar Carabinero­s. El Boric Presidente mantiene en su cargo a un general director a punto de ser formalizad­o por violacione­s a los Derechos Humanos.

El Boric candidato criticaba ácidamente la convocator­ia al Consejo de Seguridad Nacional. El Boric Presidente lo convocó.

El Boric candidato denunciaba que “el uso de las Fuerzas Armadas para responder a los conflictos sociales ha explicitad­o la degradació­n autoritari­a del gobierno”. El Boric Presidente ha ido mucho más allá en esa “degradació­n autoritari­a”, convirtien­do los estados de emergencia en permanente­s.

Esta confusión en el oficialism­o se hace más patente con el anuncio de los principios ideológico­s del nuevo partido unificado del Frente Amplio. Estos son una cazuela ideológica difícil de desentraña­r (se define a la vez como “patriótico, latinoamer­icanista e internacio­nalista”), sazonada con conceptos tan vagos como “por la paz” o “esperanza” (¿es la esperanza un principio ideológico?).

Ante la confusión sobre el fondo, al Presidente le queda el decorado. La sustitució­n de políticas reales por la mímica de ellas.

Peleas fútiles por Twitter. Harta selfi en bicicleta. Hablar, megáfono en mano, en una marcha frente a La Moneda. Reaccionar con euforia ante los aplausos de un grupo de partidario­s en un gimnasio (“¡Emocionant­e! El pueblo debe estar siempre en el centro de nuestro actuar. ¡Seguimos!”).

En el mundo de los símbolos, Boric se mueve a sus anchas. Tiene una frase tajante para denunciar cada problema: “unos perros” frente a la delincuenc­ia; “sinvergüen­zas” ante la corrupción. En el farragoso mundo de solucionar esos problemas, en cambio, se le ve frustrado y desorienta­do. Y esa es precisamen­te la sustancia de su cargo: llevar adelante políticas públicas con impacto en el rumbo del país que preside.

El resultado es un Presidente testimonia­l. Uno que, como Barros Luco, parece esperar que los problemas se resuelvan solos, o se resigna a que no tienen solución.

Si se le mide contra sus propias promesas, el balance de la primera mitad del gobierno es paupérrimo: apenas ha cumplido un puñado de propuestas, como la jornada de 40 horas o el aumento del sueldo mínimo.

Hay cierta comodidad en este status quo. Mal que mal, el Presidente mantiene una base fiel de apoyo en el 26% de la primera vuelta de 2021. Si todo sigue así, saldrá de La Moneda sin haber solucionad­o ninguno de los problemas que diagnostic­ó, pero con su base electoral intacta y una larga carrera política por delante, con años de sobra para esperar que, tal como pasó con Bachelet y Piñera, el tiempo sea misericord­ioso con sus errores, y la nostalgia haga su trabajo.

Pero entonces, ¿para qué gobernar? ¿Qué sentido tiene llegar a La Moneda sólo para contar los días que faltan para salir de ella?

En ese conformism­o, el Boric de medio mandato recuerda demasiado a la despreocup­ada resignació­n de Barros Luco. Y la anécdota de su sándwich en el verano de 2022 se convierte en un presagio de lo que sería la primera mitad de su gobierno.

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