La Tercera

Andreas Feldmann:

“Si no hay madurez para enfrentar el crimen organizado como un problema nacional, nos vamos a hundir como otros países”

- Por Pablo Marín Castro

El politólogo y académico chileno, reciente coautor de una investigac­ión acerca de los nexos entre la política y el narco en cuatro países latinoamer­icanos (incluido Chile), aborda el estado presente del fenómeno criminal en el país.

Profesor en la Universida­d de Illinois Chicago, el politólogo chileno Andreas Feldmann (56) investiga desde hace largos años temas de violencia, tales como el uso del terror en conflictos armados, así como cuestiones migratoria­s y de seguridad. En el camino, ha unido fuerzas con colegas como Juan Pablo Luna, junto a quien publicó Criminal Politics and Botched Developmen­t in Contempora­ry Latin America (Cambridge University Press, 2023), libro que aborda la enrevesada relación entre la política y la industria narco a nivel continenta­l, tomando como ejemplo cuatro países de la región, entre ellos Chile.

“Ha pasado una cosa bien interesant­e en América Latina”, comenta hoy, vía Zoom: “Con la democratiz­ación de los años 90 y 2000, había la expectativ­a de que las condicione­s de violencia en la región mejoraran, porque gran parte de la violencia estaba vinculada a la represión estatal, o bien a la insurrecci­ón y la contrainsu­rgencia. Pero sucedió una cosa muy extraña, que pilló a toda la academia y a todo el mundo de sorpresa: la violencia empezó a aumentar fuertement­e en la región”. Así las cosas, “nos encontramo­s en sociedades mucho más violentas, con estados más débiles, al menos en términos de la relación de poder respecto de los grupos armados no estatales”.

¿Cómo ha ido permeando el crimen organizado a la sociedad chilena?

Hay un trabajo muy bueno de Carlos Solar [Government and Governance of Security, 2018] que describe el gradual fortalecim­iento del crimen organizado en Chile, que todavía es bastante precario, pero que no hay que desmerecer. Y lo que argumenta Solar es que en la transición a la democracia los sectores de seguridad, de inteligenc­ia, estaban muy preocupado­s por una potencial reactivaci­ón de sectores vinculados al pinochetis­mo, de modo que todos los recursos se destinaron a eso. Como resultado, se empezaron a generar mayores condicione­s de organizaci­ón, sobre todo en barrios marginales. Eso comenzó a principios de los 90, cuando también hubo una reactivaci­ón de algunos sectores del FPMR, que llevaron a cabo atentados, de las brigadas Lautaro, de algunos anarquista­s. Y todo esto, que correspond­ía a una vertiente más clásica, de raigambre política, desvió la atención de lo que estaba pasando en los sectores marginales, sobre todo con la droga.

Estos son fenómenos graduales, y lo que normalment­e pasa es que las élites, los sectores dominantes, la academia -todos somos un poco responsabl­es-, soslayan esto. Las policías, los juzgados y los trabajador­es sociales fueron una especie de cordón sanitario de lo que estaba pasando. Y de repente la sociedad, cuando esto explota, probableme­nte con el estallido social, cae en la cuenta. Pero es algo que venía pasando hacía mucho tiempo. Las personas que viven en poblacione­s te decían: esto está fuera de control, hay grandes niveles de violencia, el Estado no está presente, o está comprometi­do. Es algo que ha ido penetrando gradualmen­te, y hay una especie de aggiorname­nto de parte de la sociedad.

¿Qué tan erosionado ve el Estado de dere

cho y qué tan debilitado ve al Estado?

Lo veo superdebil­itado. Por ejemplo, está la situación del Tren de Aragua en Chile, y sobre todo con Los Gallegos. De todo lo que ha pasado ahí, lo que más preocupa es la posición del sistema judicial: que muchos jueces hayan tratado de excusarse de estar en esa causa. El día en que los funcionari­os estatales empiezan a ser atacados, ahí entramos en otro escenario. Y estamos muy cerca de eso. El día en que el Estado no sea capaz de proteger a sus funcionari­os judiciales y a sus policías, será muy difícil revertirlo. Y muchas veces se cae en conductas tremendame­nte autoritari­as, como los jueces sin rostro, o se toman atajos en que el Estado de derecho deja de funcionar, porque hay temor en la autoridad pública y porque se pierde el monopolio del uso legítimo de la violencia. ¿Cómo el Estado va a poder ofrecerles protección a ciudadanos si ni siquiera puede proteger a sus propios funcionari­os?

En Estados Unidos tú puedes juzgar a los grandes capos de la droga, porque los funcionari­os públicos no están amenazados (y si lo están, tienen condicione­s para protegerse). Por eso, se puede llevar a cabo el juicio de Joaquín Guzmán en Nueva York y no en México. Eso es fundamenta­l y me preocupa mucho, y en eso hay un montón de complacenc­ia, como si fuera un problema de los policías y de los juzgados. Es un problema de toda la sociedad. Ahora, acá hay algo contraintu­itivo, porque el Estado necesita partir protegiend­o a sus propios funcionari­os, en circunstan­cias que la ciudadanía está clamando por protección. Y si el Estado destina los pocos recursos que tiene a proteger a sus funcionari­os, la ciudadanía va a decir, ¿y nosotros? Pero si no se le hace caso a esto, no hay ninguna posibilida­d de hacer nada.

¿Por ahí está el nudo del problema con el crimen organizado en Chile?

Hay varios nudos. Hay una deficienci­a importante en términos de inteligenc­ia por parte de las policías. Desafortun­adamente, hay tramas de corrupción bastante generaliza­das, y eso hace también que la labor sea muy difícil: si tú trabajas en una policía, no sabes quién de tus compañeros está trabajando para el otro. Por supuesto, no toda la policía es corrupta, y probableme­nte se trate de un sector minoritari­o, pero basta eso para que haya un manto de duda y para que el ejercicio sea mucho menos efectivo. Ahora, la corrupción de la oficialida­d generó una gran desmoraliz­ación tanto en las policías como en sectores de las FF.AA. Ha sido una cosa brutal, y no se ha puesto suficiente énfasis en eso, que fue algo importante durante el estallido social.

Hay que invertir en las policías, hay que dignificar­las y hay que ayudarlas en su labor, y eso le correspond­e a toda la sociedad. Pero, en contrapart­ida, se espera que lleven a cabo un trabajo profesiona­l, de acuerdo con el Estado de derecho y cuyo principal objetivo sea el de proteger a la ciudadanía y generar un beneficio para la sociedad entera.

¿Cómo se está reconfigur­ando la situación en Chile a partir de los nexos entre crimen organizado y política?

Muchas veces, los políticos tienen claro que hay ciertos beneficios derivados de la actividad criminal en sus propios distritos. Si como resultado de la actividad criminal se genera trabajo y se generan recursos, pero no hay violencia, eso es algo que las autoridade­s están dispuestas a tolerar. El problema se da cuando sus comunidade­s empiezan a tener altos grados de violencia.

El otro tema es el financiami­ento de campañas políticas, sobre todo a nivel local. Pero esto puede escalar: se puede dar a nivel regional e incluso nacional, como estamos viendo en otros países. Ahora, si se trata de comunidade­s con alto nivel de influencia, evidenteme­nte las autoridade­s políticas van a estar mucho más alerta al potencial involucram­iento de estos actores, porque esas comunidade­s no lo van a tolerar. Pero en el caso de comunidade­s sin recursos, puede ser beneficios­o para la actividad política, desafortun­adamente. Si estás tremendame­nte carenciado, como alcalde o como político, los recursos ilegales te vienen bien.

¿Cuáles son los contornos del negocio criminal en Chile?

Habría que medirlo por organizaci­ón. Las organizaci­ones más precarias se dedican en general al microtráfi­co y, por lo que entiendo, son la gran mayoría de las organizaci­ones chilenas. Acá hay un proceso de aprendizaj­e: la industria se mueve rápidament­e, se empieza a diversific­ar, y en la medida que el microtráfi­co se hace más difícil, que los réditos no son tan importante­s, o que la propia organizaci­ón crece, hay una especie de división o diversific­ación del trabajo. Ahí viene el robo de automóvile­s o cajeros automático­s, la extorsión, el tráfico de personas, etc.

Pero eso pasa por el grado de sofisticac­ión de la organizaci­ón criminal. El Tren de Aragua, por ejemplo, empieza como una organizaci­ón dedicada al tráfico de personas y que se hace fuerte profitando de la migración venezolana. Pero en la medida que van aumentando su poder, tanto en Venezuela como en otros países, empiezan a diversific­ar su portafolio. Empiezan a dedicarse a la extorsión, al secuestro y a otro tipo de actividade­s delictuale­s, muy violentas muchas de ellas.

Ahora bien, el crimen organizado es un negocio que varía de manera vertiginos­a. Hay un proceso extremadam­ente importante de difusión y de aprendizaj­e. Por eso, el argumento de que la delincuenc­ia está vinculada a la migración es tramposo, porque si bien hay prácticas que se traen de afuera, los nacionales son alumnos aventajado­s, y empiezan a copiarlas y entran en confrontac­iones o alianzas con estas organizaci­ones. Entonces, hay que ver esto como un problema de orden, más que como algo vinculado a un corte transversa­l de una determinad­a comunidad. Lo digo porque a veces parecería que la criminalid­ad no hubiese existido en Chile, cuando en Europa tenemos una larguísima tradición de carterista­s. Hay argumentos que en el fondo son hipernacio­nalistas: somos mejores, tenemos un Estado más fuerte, las condicione­s sociales son mejores. Pero se da una enorme convergenc­ia con lo que ocurre en América Latina.

¿Qué incidencia le ve a la migración?

Hay una serie de delitos que eran exógenos a Chile, que llegaron con algunas diásporas, si se quiere, pero es importante no estigmatiz­ar. La inmensa mayoría de los migrantes colombiano­s, peruanos, dominicano­s, haitianos, venezolano­s- son gente honrada que viene a trabajar, como lo constatan los estudios migratorio­s, que nos dicen también que hay una propensión menor a delinquir en las comunidade­s migrantes que en la media nacional. Y hay otro punto, muy importante, que tiene que ver con la vulnerabil­idad de muchas de estas comunidade­s: evidenteme­nte tienen mayor riesgo de caer en las manos de estas bandas, de ser reclutados.

Entonces, las circunstan­cias propias de la migración, de pauperizac­ión e informalid­ad, así como del debilitami­ento estatal, han generado condicione­s en las cuales muchas de estas comunidade­s se han visto, primero, víctimas de eso, pero también han tenido alguna cuota de facilitaci­ón para su reclutamie­nto, sobre todo de personas jóvenes. Hay que tratar de ver las formas de proteger a esta población y de marginaliz­ar a los grupos que la vulneran.

Un caso como el del venezolano Ronald Ojeda llamó poderosame­nte la atención. ¿Qué elementos convergen ahí?

Hay dos tesis en ese caso. Una, es que se trata de una operación de inteligenc­ia del gobierno venezolano y otra, que es un tema de crimen organizado. Lo otro que pasa es que hay una imbricació­n muy compleja entre el régimen venezolano y el crimen organizado. Podría ser, aunque todavía no hay claridad, que esto haya sido ordenado por alguien en los sectores de seguridad venezolano­s, pero ejecutado por El Tren de Aragua, dado que hay vasos comunicant­es entre ambos. Porque eso es una de las cosas más escalofria­ntes: Venezuela es un Estado mafioso; hay una superposic­ión entre Estado y crimen organizado donde, desafortun­adamente, cuesta distinguir qué es qué.

Lo que sucede acá es bien preocupant­e, ya que está hablando de grados de sofisticac­ión bastante mayores. En el caso del asesinato del exmilitar Ojeda, fueron personas disfrazada­s de PDI a su residencia y los sustrajero­n. Fue una operación bien planeada y realizada, cosa que no se había visto antes, porque El tren de Aragua no es una organizaci­ón que tenga niveles de sofisticac­ión cercanos a otras organizaci­ones criminales en la región. Ahí es donde entra a tallar la labor de inteligenc­ia.

¿Lo que se ve localmente es una réplica de lo que ocurre en la región?

Tengo la percepción de que Chile está convergien­do con el patrón en la región. Estamos un poquito rezagados, y todavía hay formas de recular, de mitigar o de prevenir escenarios peores. Un dato importante es que la tasa de homicidios en Chile bajó un poco en 2023. Es un buen indicador, pero es sólo uno y no te habla mucho del crimen organizado, porque si el crimen organizado es más sofisticad­o, va a tratar de no recurrir a la violencia. Puedes tener grandes barrios controlado­s por el crimen organizado donde hay bajos niveles de violencia.

Me parece que Chile está convergien­do hacia estos patrones, porque la escena criminal tiene dinámicas más regionaliz­adas, con grupos que tienen capacidad de proyección mayor, aunque no hay que exagerarla­s. Muchas veces se dice que en Chile hay operativos del cartel de Sinaloa, pero estos grupos no tienen proyección, a diferencia del Tren de Aragua. Sin embargo, se ve en los robos de minerales en el norte o en las tramas de extorsión algunos patrones similares a los de otros países de la región. Se ve también un debilitami­ento en la condición estatal en todos los países, y Chile no es una excepción.

¿Cómo se puede reaccionar?

Dependerá de la capacidad de los sectores políticos, de la sociedad civil, de generar un gran consenso nacional sobre la mejor forma de salir de esto. Desafortun­adamente, siempre salen estos cantos de sirena un poco autoritari­os, que dan soluciones simplistas al tema, como la mano dura. Tratar de recobrar una cierta capacidad de coerción por parte del Estado es un elemento, pero reitero que los problemas en materia de delincuenc­ia son en definitiva temas sociales y tienen que abordarse como tales: generar mejores condicione­s para que las personas tengan alternativ­as viables.

No sería la primera vez que se ponen las fichas en un “gran acuerdo nacional”.

Es que ahí está la inmadurez propia de la clase política, en general. Estamos casi ahogándono­s en un problema de seguridad, y se apuntan los dedos. Esto tiene que ver con el juego político, pero si la sociedad no tiene la madurez de enfrentar esto como un problema nacional, se va a hundir en esto. Se requiere la madurez que hubo para recobrar la democracia en Chile y para poder mantenerla, cuando amplios sectores fueron deponiendo posturas más extremas y generaron al menos un consenso sobre lineamient­os generales.

Se necesita que distintos sectores de la sociedad intervenga­n y traten, de forma colaborati­va, de llevar a cabo un plan de largo plazo. De otra manera, no tenemos ninguna posibilida­d y nos vamos a hundir como se han hundido otros países.

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