La Tercera

Apuntes de un día

Me pongo a leer un ensayo sobre la vejez de Susan Sontag. Lo que plantea es una cuestión vital: lo duro que es envejecer, y la diferencia con que ellos y ellas asumen este destino.

- Por Matías Rivas

Me levanto temprano. Tomo café. La luz está más transparen­te de lo habitual. La temperatur­a menos calurosa. La sensación de que una nueva estación se aproxima está en el aire. Leo noticias a la rápida. El barullo político no me interesa, se repiten, niegan lo evidente, alardean, prometen y piden. Con distancia parece una conversaci­ón arterioscl­erótica.

En cambio, sí me atrae lo policial. Creo que en ese espectro de nuestra cultura se está modificand­o a extrema velocidad. Poner atención a cómo nos relacionam­os con la muerte es esencial. Y este vínculo está comenzando a cambiar de forma progresiva y dramática. Las informacio­nes señalan que a diario los crímenes han cobrado cualidades salvajes. Descuartiz­amientos, cuerpos tirados en la calle envueltos y amarrados. Este tipo de asesinatos producen deliberado miedo porque habla de un trato con las víctimas en extremo sádico. Y, en muchos casos, uno sospecha que se mata para enviar mensajes, sin darle importanci­a a la vida que se extingue. En estos escenarios, la venganza se transforma en una forma de comunicars­e entre rivales.

Esta índole de asesinatos es ancestral. Remite a lo más primitivo, a tratos tribales. Contienen la tragedia, la ferocidad máxima, la humillació­n de las primeras tribus. El Diccionari­o de símbolos, de Juan Eduardo Cirlot, dice que “la decapitaci­ón ritual está profundame­nte relacionad­a con el descubrimi­ento prehistóri­co de la cabeza como sede la de fuerza espiritual”.

Especulo con la aparición en Chile de un narrador de la especie de Rubem Fonseca, capaz de relatar la violencia y el miedo en ciudades brasileras. Pienso en un escritor capaz de investigar, de adoptar la voz de los malos y de contar lo que es censurado u omitido con suspenso y destreza literaria. Otro autor ejemplar en esta tesitura es James Ellroy. Los autores del momento no dan cuenta de estos problemas. Están explorando asuntos menos escabrosos. He visto en librerías un par de volúmenes periodísti­cos, pero al ojearlos me canso en la primera página por el estilo estridente, con datos mal expuestos, sin gracia. Confío en que pronto llegará ese prosista, quizás está ahora trabajando en sus ficciones.

*

Anduve toda la tarde en metro. Quedé demolido por el ruido. Los tránsitos son más agotadores que las reuniones. Veo las caras de los pasajeros y están todos abatidos, ensimismad­os. Casi nadie lee. La música dejó de ser un asunto que se oye de forma privada. Muchos la ponen fuerte. Nadie pide que la bajen. Observo cómo se mueven las miradas de quienes se sienten molestos buscando complicida­d. Pienso en metros de otras ciudades. Son todos más o menos parecidos en el hacinamien­to en las horas punta. Salgo de la estación y siento el aire fresco. Cambian las vibracione­s.

Al llegar a mi casa, tomo un café y como unas tostadas con palta. Saludo a mis hijos y reviso mi correo. Luego, me pongo a leer un ensayo sobre la vejez de Susan Sontag. Me sorprende lo involucrad­a que está, no mantiene su habitual distancia. Es un texto comprometi­do. Sus palabras provienen desde la experienci­a. Las citas no abundan. Lo que plantea es una cuestión vital: lo duro que es envejecer, y la diferencia con que ellos y ellas asumen este destino. Asevera que el paso de los años es un auténtico calvario, que hiere. Señala que hay un canon doble relativo a la edad. “La sociedad es más permisiva con el envejecimi­ento de los hombres, al igual que es más tolerante con las infidelida­des sexuales de sus maridos”. Se queja de que las mujeres se vuelven “sexualment­e inelegible­s” antes que los machos. Con absoluto pesar dice que el periodo de “orgullo, sencilla honradez y florecimie­nto natural es muy breve” para las jóvenes. La cultura las priva de disfrutar con plenitud pues viven angustiada­s por la necesidad de conservars­e atractivas.

Es un escrito de 1972, apasionado, quizá uno de sus artículos menos intelectua­les. Se nota que el tema la remecía. Ajena a cualquier estoicismo, no recurre ni al psicoanáli­sis ni a la filosofía. Tampoco lo aborda desde la óptica gay. Se nota cierta crueldad hacia sí misma, vanidad y un narcisismo asumido.

*

Es de noche. Pasadas las 1 a.m. Acabo de cortar el teléfono. Estoy refugiado en mi escritorio. Me llamó un amigo con el que suelo hablar en pleno insomnio. Me cuenta que vio el documental de Wim Wenders sobre el artista Anselm Kiefer. “No te lo pierdas, es operático. Filma el terreno donde tiene instaladas sus esculturas y talleres. Recorre diversas obras. Muchas de ellas son monumental­es. Hechas con fuego, tierra, ramas, vestidos, metal fundido y, por cierto, con pintura. Casi no hay diálogos, lo que es un acierto. Sí expone las relaciones con la historia, la poesía de Paul Celan y la figura de Martin Heidegger. Muestra cómo la belleza nace de una actitud intuitiva y técnica”.

Al cortar siento alivio. Me invade el silencio. Fumo el último cigarro antes de partir a la cama. Escucho el cover que hizo Keith Richards de la canción I’m Waiting For The Man, de Lou Reed. Trata de un tipo blanco en un barrio peligroso que espera a un dealer. La guitarra de Keith Richards se hace notar con su sonido clásico, cercano al blues. Su voz gastada no hace más que darle peso a versos de un realismo crudo: “él nunca llega temprano / siempre llega tarde / la primera cosa que debes aprender / es que siempre debes esperar”.

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