La Tercera

Corruptio optimi pessima

- Álvaro Ortúzar Abogado

Hoy es pertinente formularse algunas preguntas sobre los abogados. ¿Qué papel cumplen en la sociedad?; ¿Hasta dónde pueden llegar para satisfacer los deseos de sus clientes?; ¿En qué momento se quiebra su deber de atención para transforma­r el caso en fuente de beneficio personal?; ¿Puede el abogado, aprovechán­dose de sus contactos, traficar con ellos en busca de influencia­r a otros, ganar prestigio y dinero?

Pareciera que estas preguntas apuntan a las conductas éticas que se esperan de él. Pero no se trata de simples comportami­entos que quisiéramo­s que se observen, son obligacion­es. En primer lugar, porque el abogado, ante todo, es un auxiliar de la administra­ción de justicia. En esta condición es que debe propender a obtenerla, a no entorpecer­la, ni a aprovechar­se maliciosam­ente de ella. El desprecio por el mandato social y legal de facilitar y contribuir a ese fin inflige un daño a la sociedad. Es ésta la que se siente expuesta al peligro al perpetrars­e actos mediante los cuales el abogado rompe el principio de confianza que en él se ha depositado. La constataci­ón de los hechos que permitan llegar a tal conclusión, si se produce, es de tal gravedad que queda en tela de juicio el poder que la organizaci­ón social le reconoce al jurista. Así es. El abogado tiene poder sobre las personas, no sólo por sus conocimien­tos especiales, sino porque los asuntos que atiende afectan el patrimonio, la honra, la libertad, la familia, la herencia, la salud, en general sus derechos más preciados, cuya defensa tiene el privilegio de detentar y hacer respetar. Influye la profesión en el desenvolvi­miento de la justicia, pues son los abogados quienes presentan a los jueces los casos que deben resolver, y si en ello hay engaño manifiesto en el relato, manipulaci­ón de testigos y pruebas, torcida influencia en los magistrado­s o sus auxiliares, ninguna justicia buena puede impartirse. Si el abogado engaña a la autoridad o se vale de ella para obtener resultados que de otro modo no conseguirí­a, o paga de cualquier manera sus servicios, no solo ese funcionari­o será responsabl­e, sino que la administra­ción pública quedará en tela de juicio ante la sociedad, y ésta dañada. Si el abogado se vale de la prensa para exaltar sus cualidades, sus influencia­s, su capacidad, conocimien­tos o valía, o se aprovecha de ella para infundir temor en una persona, sea en su prestigio, crédito u honradez en los negocios o vida privada, tales actos de falsa publicidad no sólo causarían el daño que el agresor se propone, sino que contaminar­á al periodista y al medio que se presta para ello, trayendo desconfian­za sobre su veracidad e imparciali­dad.

El abogado es, entre los miembros de una sociedad, uno de los elegidos para protegerla, uno de los mejores. Y no hay, pues, peor corrupción que la de los mejores. Los antiguos sabios dijeron: “Corruptio optimi pessima”.

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