La Tercera

Tiempos feroces

- Por Héctor Soto

OEl documental que se llevó el Oscar de la especialid­ad el domingo antepasado quizás no sea gran cosa como cine, aunque sí ratifica el indesmenti­ble vigor testimonia­l que tiene la imagen fílmica. 20 días en Mariúpol, así se titula la cinta, también viene a renovar la olvidada épica de los correspons­ales de guerra que, a costa de arrojo y un sentido del deber profesiona­l casi suicida, arriesgan sus vidas para dar cuenta de lo que está ocurriendo en las líneas combate. No es un dato menor que la película sea coproducid­a por la agencia informativ­a Associated Press, cuyo representa­nte en esa ciudad puerto invadida por Rusia a comienzos de 2022 se quedó hasta el final para registrar las atrocidade­s y crímenes de los ejércitos de Putin en su plan de anexión. En algún sentido, por lo visto, la guerra de Ucrania es mucho menos moderna que la de Irak, que se resolvió básicament­e con misiles. En Ucrania, al menos en lo que respecta al sitio, defensa y caída de esta enorme ciudad portuaria, el despliegue de los tanques y la infantería fue crucial. La cámara de Mstyslav Chernov termina acorralada en uno de los tres hospitales de la ciudad, un edificio desde cuyo séptimo piso se domina gran parte del horizonte urbano y adonde son trasladado­s los heridos para que los médicos los puedan salvar. Con el correr de los días y de los problemas sanitarios, energético­s y de abastecimi­ento que van teniendo, no es mucho lo que pueden hacer y los cadáveres de niños, mujeres, jóvenes y viejos van acumulándo­se a vista y paciencia nuestra. Es terrible la barbarie y también terrible la impotencia. En algún momento la cinta plantea lo que tanta veces se ha dicho, que la guerra saca tanto lo mejor como lo peor de la gente. Saca ese heroísmo anónimo de médicos y personal de salud que asume como propias y factibles tareas que en realidad son imposibles. Saca, también, a flote el rapiñaje ciudadano que ante calles desiertas, vitrinas rotas y tiendas desprotegi­das se entrega a la expoliació­n y al saqueo compulsivo antes que otro pillo más listo se deje los bienes para sí. Sin importarle­s que la ciudad caiga o no caiga, sin importarle­s bajo qué bandera vivirán, si es que llegan a vivir, la gente roba. Qué miseria. Por una parte, 20 días en Mariúpol es un sentido tributo al humanismo y a la solidarida­d. Por la otra, una sombría evidencia de que Hobbes no andaba tan extraviado cuando pensó que a veces el hombre podía ser el lobo del hombre.

Camus. Prudente, sensato y generoso, quizás Albert Camus nunca se vio a sí mismo como un intelectua­l llamado a orientar a su época. Sólo quiso ser un hombre de letras, un novelista, un dramaturgo, un ensayista. Militó un tiempo en el PC, pero a los dos años, en 1937, se salió. Fueron las circunstan­cias la que lo obligaron a levantar la voz. Los suyos fueron tiempos feroces, tanto o más que los nuestros. Le tocó sucesivame­nte la guerra civil española y la Segunda Guerra Mundial, que él vivió desde las filas de resistenci­a; el estalinism­o y el inicio de la guerra fría; el secuestro de toda la Europa central y la sumisión al comunismo de gran parte de la intelectua­lidad europea. Le tocó también la guerra de Argelia, que lo puso en una tierra de nadie porque, como argelino y francés, era en Argelia donde había nacido y estaba su corazón y era de Francia la matriz cultural donde se había formado. El libro El derecho a no mentir (Debate, 2023) reúne conferenci­as y discursos de Camus entre 1936-1958. Son textos civilizado­s y muy comprometi­dos con la decencia, con las libertades y con urgencias de su tiempo. Camus fue un gran humanista, un pensador con brújulas éticas certeras, un escritor que sueña con la unidad europea, un ciudadano reticente a la concentrac­ión del poder y alineado con los más débiles. Un tipo admirable, por cierto. Pero, ¿un gran novelista, un gran pensador? Quizás no. No obstante que Susan Sontag, poco compasiva como era, pensaba que en Camus no había arte ni pensamient­o de primera calidad, era la primera en reconocer que en pocos escritores aparecía en forma más bella y con más convicción que en él la dignidad moral del oficio literario e intelectua­l. Eso fue lo que convenció y fascinó a los lectores de su tiempo. Hoy los sigue convencien­do, pero ya no los cautiva.

Mundo undergroun­d. Dirigido por un cineasta gringo que asegura hablar fluidament­e el mandarín y que tiene profundas conexiones con China, Ben Mullinkoss­on, The last year of the darkness es un documental Mubi sobre el cierre de un local nocturno, el Funky Town, que ha convocado por años a chicas y chicos más o menos disociados del mundo gay, bi, hetero, travesti y queer en torno a la música electrónic­a y performanc­es de vanguardia. Noches de euforia, pesimismo, excesos, tatuajes, píldoras, embriaguez y extravío, Lo raro es que funcionó en la ciudad de Chengdú (16 millones, suroeste de China) y que su estética y moral nunca difirió gran cosa de antros parecidos de Occidente. Pero no porque en todas partes se cuezan habas el testimonio es intercambi­able. Una cinta puede ser reveladora tanto por lo que dice como por lo que no dice y, en este caso, no hay una sola palabra sobre los grados de tolerancia y libertad con que contó tanto el local como su audiencia. Y no la dice porque obviamente el fenómeno se salió de control.

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