La Tercera

A la fuerza

- Josefina Araos Investigad­ora IES

Ala fuerza. Así describen estudiante­s y apoderados de Copiapó su experienci­a con la política que puso fin a la selección escolar en un video que circuló esta semana en redes sociales. Uno de los triunfos más emblemátic­os del movimiento estudianti­l del 2011 es vivido por las personas como un acto forzado; en último término, violento. Esto lo subrayan en respuesta a lo que inicialmen­te argumentó Pablo Selles, seremi de Educación de Atacama, para explicar una medida que los tiene molestos: según él, se habría comprobado que existe el efecto par, lo que prueba a su vez el daño de tener colegios para “buenos” y “malos” estudiante­s. El fin de la selección se justificar­ía así por el objetivo final: terminar con la segregació­n. Con estos dichos, la autoridad regional inspira la dura respuesta de sus interlocut­ores: están pagando personas concretas la aplicación de una norma cuyos efectos se verán, si acaso, en el futuro. ¿Y cómo se logra eso? Como ellos mismos reclaman, a la fuerza.

La acusación es dura porque es cierta. No se trata de que toda acción del Estado sea violenta, sino de que puede llegar a serlo cuando pasa por encima de la realidad que tiene delante. Es lo que olvida el seremi en su respuesta a la comunidad, al apelar a una evidencia estadístic­a que, incluso si estuviera probada (hay gran discusión al respecto), no dice —ni puede decir— nada respecto de la experienci­a que viven las personas ante la aplicación de la ley. ¿Por qué habría de importarme el bien futuro de un individuo sin rostro, frente al hecho de que mi hijo tendrá una peor educación? ¿De qué sirve apelar a un principio abstracto a costa de una trayectori­a concreta que se verá truncada por alcanzarlo? La gente sabe bien que los costos del progreso siempre los padece alguien, y, por lo general, los más débiles, en cuyo nombre originalme­nte se justifican todas las agendas. Sin embargo, cuando llega el momento de aplicarlas, su mirada y su juicio ya no importan en absoluto. A la autoridad, como se ve en este tenso diálogo, solo le interesa su aspiración última, y que el resto se resigne a ocupar su lugar en el desenvolvi­miento de las leyes de la historia; una en la que, por lo demás, quienes la conducen rara vez comparten las pérdidas: ¿usted mandaría a su hijo a un liceo así?, afirma con agobio un estudiante.

Por eso la impotencia de la comunidad. El Estado quiere nivelar a la fuerza, acusan, sacrifican­do a buenos estudiante­s que, hoy, por azar, y ya sin atención a su propio esfuerzo, deben asistir a establecim­ientos inseguros y de mal desempeño. ¿Por qué mi hijo que es un buen alumno tiene que estar en un liceo donde no hay seguridad, donde en segundo medio hay personas de 20 años o incluso adultos sin interés en estudiar?, pregunta acongojada una madre. Sus palabras revelan exactament­e lo que el argumento original de Pablo Selles ignora: que ni el principio que inspira una acción ni su formulació­n sofisticad­a y probada empíricame­nte alcanzan como justificac­ión de la medida, porque no se sabrá hasta ese momento, hasta que la intervenci­ón tenga lugar en la realidad, qué se dejó de lado, qué dimensión no fue considerad­a, qué error se cometió en el diseño inicial. La aplicación de la ley no es entonces apenas la etapa final de una política, sino el lugar donde ella puede —y debe— ser evaluada y ponderada. De lo contrario, es pura fuerza.

Pero es difícil que quienes nos gobiernan entiendan esto, como prueban las respuestas de Pablo Selles, fiel reflejo de las premisas dominantes en la nueva izquierda. Se trata de un mundo que tiende a mirar la realidad como mero objeto de transforma­ción, pues sería sobre todo evidencia de las deudas pendientes. En el reclamo de esos padres solo habría resabios del ánimo individual­ista y neoliberal que debe superarse, y no señales del fracaso de una política que debiera ser revisada, y, con ella, todo el diagnóstic­o que la sostiene. Pero prefieren mantenerse leales a sus principios, casi destinados a traducirse en una acción violenta; no por sus aspiracion­es ni intencione­s, sino porque no ven en lo real una instancia de reorientac­ión y límite.

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