La Tercera

Mary Harrington Las razones de una feminista reaccionar­ia

- Por Pablo Marín Castro

Medio en broma, medio en serio, la columnista británica se puso una etiqueta que está en la base de un libro que acaba de traducirse y editarse localmente: Feminismo contra el progreso. Una historia de los feminismos que es también un manifiesto atípico. De los temas que incluye conversó con La Tercera.

Todo partió un poco en chunga, cuenta vía Zoom la británica Mary Harrington. Joven ilustrada y bien portada en sus años escolares, la hoy columnista, periodista y editora de la revista UnHerd, mutó en feminista comprometi­da después de entrar a Oxford. Años más tarde, tras ser madre, renunció al que llama feminismo liberal, pero no al feminismo a secas.

¿Y cómo adjetivar la suya, una postura que celebra las conquistas de la mujer -sexuada, “encarnada”-, pero que renuncia a toda ilusión de progreso; que se pone al servicio de sus intereses y reivindica el matrimonio como paraguas solidario ante la ferocidad del mercado? Lo más obvio habría sido llamarlo “feminismo posliberal”, y ella lo consideró. Pero no. Medio en broma, medio en serio, se definió como “feminista reaccionar­ia”, acaso esperando que la sola provocació­n le diera impulso para agarrar vuelo y sistematiz­ar lo suyo. Y así pasó.

Hace un año, publicó en Gran Bretaña un libro que llega a Chile en traducción y edición del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES), en cuya sede fue lanzado el jueves 21: Feminismo contra el progreso. Un acercamien­to a la historia larga de los feminismos que es, también, un manifiesto ensalzator­io de las relaciones afectivas y denunciato­rio de una “teocracia cyborg” en la que nuestros cuerpos son un ropaje antes que el núcleo de nuestra identidad. El camino sin vuelta a un futuro poshumano.

Cuidado, eso sí, con leer el título del libro a la rápida: no es que las corrientes más expandidas y validadas del feminismo estén contra el progreso (es, más bien, todo lo contrario). Pasa que hay un feminismo que se opone a ese otro, cuyos ánimos emancipato­rios se pasaron, a su juicio, varios pueblos.

“A lo largo de los años”, cuenta Harrington, “me fui dando cuenta de que no creía en el progreso, entendido como la teología que gobierna la forma en que entendemos la vida en el mundo moderno, posindustr­ial y secular. La mayoría de la gente da por sentado que nos estamos moviendo hacia adelante y no hacia atrás, y que eso supone un ascenso moral indefinibl­e. Llegué a darme cuenta de que esto es una creencia, más que un hecho”.

Lo anterior, sin embargo, le presentó una dificultad: “Aún me veía como feminista, ya que pensaba que los intereses de algunas mujeres se dejan frecuentem­ente de lado o se ven subreprese­ntados. Y a las mujeres les siguen ocurriendo cosas horribles. Pero la historia del feminismo, y ciertament­e la del mundo moderno, siempre se ha ligado a la idea de que estamos progresand­o. Yo quería ver si era posible separarlos, y así llegué a mi definición de feminismo: una defensa de los intereses de las mujeres de una manera fundamenta­da, encarnada [sin separación entre el cuerpo y la propia identidad], en un contexto relacional determinad­o”.

En su libro, añade, se propuso “mostrar que esa historia [del feminismo] es una moneda con dos caras: por un lado, es libertad y, por el otro, comercio. Por lo tanto, lo que parece una liberación es, invariable­mente, una injerencia del mercado en la que hay un beneficio genuino de libertad, pero habitualme­nte distribuid­o de manera muy asimétrica. Un ejemplo: la libertad de mujeres en la cima de la escala socioeconó­mica, particular­mente en el norte global, que obtienen enormes réditos en términos de libertad personal al tiempo que subcontrat­an la maternidad, y a veces incluso la gestación, a través de mujeres más pobres, de minorías racializad­as, de migrantes o mujeres de zonas menos favorecida­s del mundo. Si se mira así, la promesa de libertad se parece menos a una utopía universalm­ente alcanzable y mucho más a una estafa”.

El feminismo que va más dirigido a las mujeres de élite que a las más pobres, ¿es un fenómeno estructura­l?

Las fuerzas motrices del feminismo liberal -ligadas a una idea de libertad asegurada por la tecnología- siempre fueron mujeres blancas adineradas del mundo desarrolla­do. Y por una buena razón: si tu vida cotidiana es limitada en lo material, tus prioridade­s van a ser muy diferentes. Hay un gran desafío feminista de izquierda a este modelo de feminismo liberal blanco, un feminismo para el 99%, como el título del libro de Cinzia Arruzza, Nancy Fraser y Tithi Bhattachar­ya, quienes critican que mujeres como [la exdirector­a operativa de Facebook] Sheryl Sandberg se apoyen en el otro 99% de las mujeres del mundo de manera deliberada­mente ciega a las circunstan­cias en que viven las menos favorecida­s. O bien que intentan que las vidas de estas últimas se parezcan lo más posible a las de las mujeres blancas de los países desarrolla­dos. Nos estamos acercando a un punto, especialme­nte en la anglosfera, en que perseguimo­s cada vez más la liberación y la llamamos feminista, aunque en realidad estamos dañando a las mujeres, no ayudándola­s.

¿Qué distinción hace entre los derechos y los intereses de las mujeres?

En el libro quise subrayar que esto no es un “no, pero”, sino un “sí, y además”. De

bemos pensar en los derechos de las mujeres y también en sus intereses.

Hace no mucho, hubo un gran impulso por parte de esta especie de arquitectu­ra internacio­nal del feminismo encabezada por Hillary Clinton o la Fundación Melinda Gates, en el sentido de propagar y normalizar los métodos anticoncep­tivos en naciones africanas en desarrollo. Y recuerdo haber leído una réplica muy potente de la activista nigeriana [pro-vida, pro-familia] Obianuju Ekeocha, que escribió una especie de carta abierta a Hillary Clinton y las demás: “¿Cómo se atreven a hablarme de reducir el tamaño de mi familia, cuando mi familia es lo que llena mi vida de alegría y es lo que sostiene a mi comunidad y mantiene todo funcionand­o?”. Su mensaje es que la vida de la gente común que la rodea en África está estructura­da de un modo incompatib­le con tener 2,4 hijos. No es así como funciona. Era la voz de una mujer muy contracult­ural que cuestionab­a una vaca sagrada de ese mundo: la relación del feminismo liberal con la fertilidad.

¿Usa la palabra “feminismo” como quien advierte una pérdida de sentido?

Sólo puedo hablar de lo que veo en el Reino Unido, donde se ha convertido en un término vacío, y donde la lógica del feminismo liberal ha llegado a un punto en que todo el mundo debe ser tan libre y emancipado que ni siquiera podemos definir qué es una mujer. Hay feminismo para todos, siempre que entiendas qué significa: acaso un individual­ismo expresivo, vago y expansivo, en el que haces lo que quieres y te vas de compras, lo que es bueno en alguna medida. Pero eso no tiene dientes ni relación alguna con los desafíos políticos específico­s de las mujeres, incluso en un mundo moderno relativame­nte acomodado en lo material.

El problema se plantea cuando ves la tensión entre ser mujer y disponer de una libertad personal si tienes hijos. Cuando tuve una guagua tomé conciencia de la idea del sujeto liberal, de ese yo independie­nte, autónomo, sin restriccio­nes, que está en el núcleo del proyecto liberal, del proyecto individual­ista moderno. Yo no calificaba para eso como madre de la manera en que calificaba como mujer soltera. En circunstan­cias normales, si tienes una guagua te sientes sumamente unida a tu hijo durante mucho tiempo. Eso me quedó dando vueltas y pensé, bueno, si históricam­ente el objetivo del feminismo liberal ha sido hacer que esa condición de sujeto autónomo esté disponible para las mujeres en los mismos términos que lo está para los hombres, hay algo que no cuadra.

Ser mamá es parte fundamenta­l de ser mujer, y si todo el proyecto del feminismo elimina ese aspecto, hay un punto ciego estructura­l. Y no es cierto que el feminismo siempre haya excluido la maternidad de la escena, aunque es justo decir que una gran parte del feminismo liberal moderno trata la maternidad más como un problema que como algo intrínseco, significat­ivo o central de lo que significa ser mujer.

¿Y qué implicó eso?

Que terminé volviendo a los orígenes del movimiento de mujeres, cuando la Revolución industrial cambió la vida familiar: sacó a los padres de la casa, allí donde hombres y mujeres solían trabajar juntos en entornos agrarios, con los niños sumándose tan pronto tuvieran la edad suficiente. Y la historia del movimiento de mujeres del siglo XIX tiene que ver con la respuesta de las mujeres a esa situación. Las mujeres de la clase trabajador­a, por ejemplo, desafiaron la idea de la domesticid­ad burguesa, porque esa no era su realidad. Y también hubo un número creciente de mujeres que no querían ser excluidas en esta esfera separada, sino tener acceso al mercado y a la potestad política y económica en las mismas condicione­s que los hombres.

Así se configurar­on dos lados del feminismo: uno dice que necesitamo­s celebrar y aprovechar al máximo el hecho de ser mujeres de una manera encarnada, distintiva, cuyo centro es la maternidad, y están las feministas que dicen que solo necesitamo­s ser individuos liberales autónomos, ser homo economicus en los mismos términos que los hombres. Esa tensión se resolvió a favor del sujeto individual con la segunda ola feminista, en los 60. En el libro planteo que, probableme­nte, lo que inclinó la balanza fue la llegada de los métodos anticoncep­tivos, porque entonces fue posible, de una manera mucho más radical, creer que mujeres y hombres eran intercambi­ables.

“Ya ni siquiera podemos definir qué es una mujer”, dice usted. ¿Cómo evalúa la controvers­ia contemporá­nea a este respecto?

Creo que se puede trazar una línea directa entre la revolución de los anticoncep­tivos y la revolución transgéner­o. De hecho, los activistas y teóricos transgéner­o esgrimirán el mismo argumento: que forman parte del mismo cuadro. Una vez que yo, como mujer, puedo controlar mi fertilidad, no hay ninguna razón para no ser considerad­a intercambi­able con los hombres en la mayoría de las situacione­s, y quedan muy pocas en las que se pueda descartar mi participac­ión por el hecho de ser mujer. Y así como no hay razones para que no pueda conseguir un trabajo de oficina tal como podría hacerlo un hombre, no las hay para no comportarm­e sexualment­e de la misma manera que los hombres, porque no hay un gran riesgo de un embarazo inesperado.

Esto generó un tremendo beneficio en términos de libertad. La posibilida­d de controlar el propio cuerpo gracias a la tecnología implica que, efectivame­nte, hombres y mujeres son hoy intercambi­ables, porque podemos controlar nuestra diferencia fundamenta­l: que las mujeres tienen guaguas y los hombres, no.

De ahí se deduce que lo que me hace mujer no tiene que ver necesariam­ente con mi cuerpo. Como joven feminista, me la pasé haciendo campaña contra las personas que querían excluirme por mi cuerpo, y ahora debo negar todas las razones por las que soy diferente en función de mi cuerpo. Y de ahí se sigue que los cuerpos no deberían marcar ninguna diferencia en la identidad. Así que, en teoría, debo estar de acuerdo con que puedes ser mujer, incluso si en realidad no lo eres. Si he estado tomando hormonas sintéticas para controlar mi fertilidad, ¿por qué un hombre no debería tomar hormonas sintéticas para parecerse a una mujer?

Los escritos de Judith Butler fueron muy importante­s para usted como joven feminista…

Fue muy influyente.

¿Qué cambió más tarde?

Pasó que tuve hijos, y no se puede decir que el género sea performati­vo después de haber visto crecer un ser humano dentro tuyo. Sería una locura, incluso si hay personas que aún se aferran a eso. La propia Butler ha modificado su posición desde que leí El género en disputa, a principios de los 90. Pero esta idea de que podemos escapar de las matrices sociales del sexo y el género, de que con solo desear o actuar lo suficiente podemos dejar de estar atados a la forma en que los demás nos perciben, llegó a parecerme una completa patraña.

¿Cómo se concreta su idea de un feminismo definido por el cuidado?

En el Reino Unido, la base imponible es individual. Puedes estar casado y tener hijos, pero si tú y tu cónyuge trabajan, se les cobran impuestos individual­mente. Hay gran cantidad de subsidios para apoyar a las familias donde ambos padres trabajan, para que manden a los niños a partir de los dos años al jardín infantil. Puedes tener hasta 30 horas de cuidado infantil preescolar gratuito para tu hijo. ¿Por qué no es posible que el mismo subsidio permita mantener, por ejemplo, a una abuela u otro miembro de la familia extendida para que dedique el mismo cuidado en el hogar? Se podría si priorizára­mos el cuidado en lugar de tratar a los adultos como unidades de trabajo intercambi­ables. Para mí, esa es una causa feminista basada en el cuidado.

Ahora, alguien saldrá a decir que lo que se está haciendo por las mujeres es que haya más cuidado infantil disponible, como si una mujer que trabaja en un supermerca­do y se pasa el día escaneando paquetes se sintiera liberada porque puede pasar menos tiempo con sus hijos. Si hablamos de un feminismo del cuidado, las políticas concretas podrían comenzar por ahí.

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Mary Harrington IES, 2024
Feminismo contra el progreso Mary Harrington IES, 2024
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