Nido de ratas (1954)
Miguel Littin, cineasta
Marlon Brando no actuaba, vivía el momento. Brando crea un instante único en la historia del cine, tal es el momento en Nido de
ratas, dirigida por Elia Kazan. El director encontró en el actor no sólo el instrumento para expresar sus emociones, sino la emoción misma, desarrollando frente a sus ojos y al ojo del cíclope, que es la cámara, un momento único en la historia del cine. Me refiero a la secuencia en que el joven estibador Terry Malloy, habitado por Brando, camina tras ser brutalmente golpeado, está a punto de caer y mira. Sus ojos se convierten en la proyección de la imagen de los demás, son ellos quienes lo observan, uno a uno, mostrando sus emociones. A través de ellos lo vemos caminando apenas, en dolorosa agonía.
En la imagen vista por sus ojos, trastabilla, la cámara también, el cine es él. Brando traspasa las convenciones y a través de su “memoria emotiva”, une fragmentos de emociones diversas de su propia vida y construye frente a nuestros ojos un momento de vida auténtico que compartimos todos, he ahí su magia ontológica que dota al cine de una posibilidad distinta de las demás artes.
Tanto Brando como Kazan adoran al mismo dios: Stanislavski, el maestro ruso autor del famoso método de actuación. En el caso de la secuencia mencionada, Brando mediante su “monólogo interior” trasforma el cine, ya que lo objetivo (que no existe) se convierte en subjetivo y cambia las voces del relato y el tiempo, de manera que la definición de Pasolini: “El cine es la fragmentación del tiempo y del espacio”, en este caso muestra cómo la alteración del tiempo objetivo se transforma en una multiplicidad de tiempos subjetivos y no ya, nunca más, la mirada del director a su arbitrio en relación a la proyección de emociones, ni la de la operación mecánica de una cámara o un lente.
El cine, pareciera decir Brando, son tus ojos, es tu mirada la que convierte una escena de acciones ya previstas, en un momento único e irrepetible. He ahí a mi juicio la magia de este actor-autor: los cien años de Marlon Brando marcan en su agónico final al cine que conocemos.