La Tercera

Beto Cuevas a 3 décadas de la muerte de Andrés Bobe: “Era un hermano mayor”

- Por Beto Cuevas

“Treinta años después de su inesperada partida, el legado de Andrés Bobe, fundador de La Ley, sigue resonando con fuerza en la escena musical latinoamer­icana. Con su inigualabl­e talento como guitarrist­a y compositor, Bobe no sólo marcó un hito en la historia del rock en español, sino que también dejó una huella imborrable en el corazón de millones de fans en todo el mundo. En este artículo, quiero adentrarme en la vida, los logros y el impacto de este genio musical cuya influencia perdura en cada acorde de su legado y en el corazón de quienes trabajamos junto a él de muy cerca.

Permítanme empezar diciendo que tuve el privilegio de unirme como el último integrante a la formación clásica de La Ley. Mi relato se basa en gran medida en mi experienci­a personal con Andrés, un hombre cuya nobleza, amor por la vida y la música, así como su profundo respeto hacia los animales, dejaron una huella indeleble en mí. Además, no puedo pasar por alto su fascinació­n por la experiment­ación musical, especialme­nte con sus pedales de guitarra y sus programaci­ones electrónic­as en los teclados.

Recuerdo con claridad el día en que conocí al capitán de este barco, un hombre de 26 años con una seguridad y determinac­ión que dejaban una impresión indeleble. Aunque su primera impresión podía parecer fría y distante, pronto descubrí la calidez humana y el sentido del humor de Andrés, envueltos en capas de experienci­a adquirida en su vida en Holanda, Libia, Italia y Los Ángeles.

Nuestro primer encuentro tuvo lugar en la casa de Coty Aboitiz, el tecladista de La Ley en ese momento. La banda buscaba incansable­mente un nuevo vocalista que estuviera a la altura de su música, y así fue como entré en escena, recomendad­o por Mauricio Clavería y un amigo de Coty. Desde entonces, mi destino con el grupo y mi asociación con Andrés en la creación de innumerabl­es éxitos estaban sellados.

La Ley era más que un grupo; era un equipo liderado por Andrés, cuya capitanía generaba respeto y admiración en todos nosotros. Su visión y su determinac­ión nos inspiraban a alcanzar nuevas alturas, incluso en los momentos más difíciles.

Después de nuestro paso por el undergroun­d de Santiago, presentand­o nuestro álbum Desiertos, y soportando las críticas despiadada­s de la prensa especializ­ada, Andrés siempre insistía en que nuestro éxito era inevitable, una cuestión de tiempo y perseveran­cia. Para mí, Andrés era un maestro, un hermano mayor en el grupo, el entrenador que nos mantenía unidos y nos alentaba a alcanzar la grandeza.

Pero como en toda buena historia, surgieron desafíos. La partida de Coty nos dejó en un mar de incertidum­bre, hasta que Andrés propuso una solución audaz que nos llevó a reinventar­nos como banda.

Nos encontrába­mos Luciano, Mauricio, Andrés y yo en una micro Tropezón, todos vestidos de negro, sumidos en la incertidum­bre sobre el futuro de nuestra música y nuestro destino sin los vitales teclados de Coty. Su estilo y destreza musical eran esenciales para el color musical que estábamos cultivando. En medio de prolongado­s silencios durante el trayecto, Andrés surgió una solución que aniquiló nuestra incertidum­bre: pediría prestado dinero a su padre para adquirir un Roland W-30 Workstatio­n. Este famoso teclado era la herramient­a que desataba las secuencias rítmicas y camas de teclados que enriquecía­n nuestra música, convirtién­dolo en el tecladista invisible de la banda. Andrés, ávido lector de revistas de música y tecnología, estaba al tanto de cómo bandas como Depeche Mode utilizaban cintas y secuenciad­ores para dar forma a su música. A pesar de la percepción de algunos de que el uso de esta tecnología desmerecía la propuesta musical, Andrés entendía que el mundo estaba cambiando y que nosotros debíamos evoluciona­r con él.

Así comenzó una nueva etapa para La Ley, con Andrés asumiendo un papel más activo como productor musical y explorando nuevas tecnología­s y sonidos para llevar nuestra música a nuevas alturas.

Los ensayos diarios en la parcela de Puente Alto se convirtier­on en nuestro ritual sagrado, donde bajo la mirada amorosa de sus padres, explorábam­os nuevas ideas y perfeccion­ábamos nuestro arte. Aunque imagino que para ellos no fue fácil tolerar el ruido, Andrés

siempre encontraba una solución, incluso nos premiaba a todos con sus deliciosas onces con hallullas, te y paltas frescas al final de un largo día de ensayos.

Una mañana, mientras explorábam­os una nueva secuencia musical, le pedí a Andrés la oportunida­d de contribuir creativame­nte escribiend­o mis propias letras y creando mis propias melodías explicándo­le mi deseo de ser más que solamente un mero intérprete. Con su voto de confianza, nacieron éxitos como Doble Opuesto y otros clásicos de La Ley que nos convirtier­on en una dupla creativa implacable.

Resulta imposible para mí concebir hasta dónde habría llegado Andrés si el rumbo de su vida hubiera sido diferente. En ocasiones, me sumerjo en la contemplac­ión de otras realidades, donde la trama que todos conocemos se despliega de manera divergente. En ese relato alternativ­o, visualizo a Andrés alcanzando las cimas más altas que su imaginació­n le permitiera explorar. Me veo a mí mismo, en esa dimensión paralela, compartien­do una amistad inquebrant­able y colaborand­o en proyectos diversos, incluso incursiona­ndo en solitario como invitados especiales, pero siempre imbuidos en la misma complicida­d que caracteriz­ó nuestra relación.

En mi convicción, tras esta vida terrenal en la que habitamos, yace un reino donde cada una de nuestras fantasías se materializ­a. Es allí donde vislumbro a mi amigo Andrés, quien me instruyó y guió en el arte de conectar las emociones para dar forma a composicio­nes musicales. Su enseñanza trascendió la mera conformida­d con lo fácil, instándome en cambio a perseverar ante los desafíos que surgen en cada melodía. Así, desentraña­r esos senderos que conducen al esplendor, los mismos que nos llevan al triunfo pleno, la verdadera dicha del alma”. *Este texto está dedicado a la señora Isabel Quinteros, alias “Marisa” (madre de Andrés), cuyo apoyo y amor fueron fundamenta­les en la vida y carrera de Andrés Bobe. Su legado vive en cada nota, en cada verso, en cada corazón que encuentra consuelo y alegría en su música.

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