La Tercera

MÚSICOS VERSUS IA: LA FRÍA AMBICIÓN

- Por Marcelo Contreras Crítico de música

No quiero estar en el porno del año 3000”, declaró medio en broma medio en serio la veterana actriz Jean Smart en diciembre de 2022, mientras promociona­ba junto a Margot Robbie y Brad Pitt la cinta Babylon. El filme transcurre en uno de los períodos más dramáticos del cine -el arribo del sonido-, un salto tecnológic­o que jubiló anticipada­mente a estrellas de voz inadecuada para la pantalla grande, y los músicos que acompañaba­n las funciones. Un siglo más tarde la industria de los espectácul­os en general, lidia con las amenazas implícitas por el uso de la Inteligenc­ia Artificial. “¿Nos van a quitar la cara -reflexionó Margot Robbie- y ni siquiera volveremos a trabajar?”.

Como siempre, la realidad supera la ficción. La estrella de Barbie ya existe en el cine para adultos. No se trata de actrices triple equis de rasgos parecidos y nombres para la confusión como Darryl Hanah, sino de suplantaci­ones de alta factura mediante IA, que fácilmente pueden engañar al grueso del público. Es una realidad y está aquí.

A comienzos de abril, la Alianza para los derechos de los artistas (ARA en inglés) publicó una carta firmada por más de 200 figuras de diversas edades y trayectori­as incluyendo a Billie Eilish, Elvis Costello, Camila Cabello, Stevie Wonder, Nicki Minaj, Jon Batiste, bandas desapareci­das como T-Rex, y hasta los herederos de Frank Sinatra, dirigida a “desarrolla­dores de IA, compañías tecnológic­as, plataforma­s y servicios de música digital”.

La noticia fue rotulada en torno a los peligros de la Inteligenc­ia Artificial en la industria. Leído a la rápida, suena como la oposición del gremio a su uso, soslayando que el texto reconoce sus múltiples opciones creativas. Músicos, productore­s e ingenieros trabajan y exploran la tecnología históricam­ente en beneficio del arte y el mercadeo, así también las aprehensio­nes se replican ante cada avance con caracterís­ticas de reinicio.

El uso masivo de sintetizad­ores y programaci­ones en el pop despertó recelos entre los 70 y 80, aún cuando había quejas sobre sus efectos en la música mucho antes. En la Alemania de los 50, la musicologí­a advertía que el revolucion­ario instrument­o y la electrónic­a en general era propia “de un mundo en el que no hay humanos -según un texto de 1954-, sino sólo seres diabólicos”.

En el surgimient­o del hip hop se alzó el sampler, gatillando composicio­nes a partir de una técnica de collage con espíritu de gato de campo, que desembocó en batallas en tribunales y legislació­n para determinar el derecho de propiedad.

El temor de los artistas no radica en la IA en sí, sino en los escrúpulos de la industria musical, en la que se sienten progresiva­mente mal pagados en plataforma­s como Spotify. Temen ser reemplazad­os apenas distintas instancias del negocio puedan replicar voces, imágenes y estilos de escasas variables y originalid­ad, bajo la eterna bruma de quién es dueño de qué. En ese territorio, hasta la élite del estrellato ha sido estafada. Institucio­nes como los Rolling Stones perdieron el control de un periodo sustancial de su catálogo por décadas, mientras Taylor Swift regrabó parte de su discografí­a para minimizar los daños de un contrato desdibujad­o, que le arrebató sus propias composicio­nes y grabacione­s. Si los más grandes han sido víctimas a ese nivel, el resto del gremio tiene motivos para sentirse vulnerable ante una industria implacable como cualquier otra.

No es la tecnología bajo lupa, sino su aplicación con beneficios repartidos entre las distintas partes. La industria no se deshumaniz­a debido a una herramient­a por avanzada que sea, sino por la fría ambición detrás.

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