La Tribuna (Los Angeles Chile)

Que cada uno procure el bien de los demás

Lc 14,1.7-14.

- Felipe Bacarreza Rodríguez Obispo de Santa María de Los Ángeles

Es bastante frecuente en el Evangelio de Lucas que el evangelist­a ubique la enseñanza de Jesús en el contexto de un banquete. Pero en el caso del Evangelio de este Domingo XXII del tiempo ordinario la enseñanza de Jesús no sólo está expuesta en ese contexto, sino que tiene como objeto el banquete: cómo debe comportars­e quien es invitado a un banquete y cómo debe comportars­e quien invita a un banquete.

La enseñanza de Jesús sobre el modo como debe comportars­e quien es invitado a un banquete toma pie, como suele hacerlo él, de la vida real. El Evangelio comienza ubicando la acción en un banquete: «Y sucedió que, habiendo ido en sábado a casa de uno de los jefes de los fariseos para comer, ellos lo estaban observando». La fama de Jesús, su enseñanza y sus milagros, se habían difundido. Fue, entonces, invitado a comer a casa de uno de los jefes de los fariseos, porque querían verificar si su fama correspon- día a la realidad: «Lo estaban observando». Pero también Jesús los observaba a ellos: «Notando cómo los invitados elegían los primeros puestos, les dijo una parábola...». Nada más común que los invitados elijan los puestos mejores. ¿Qué tiene Jesús que decir e esto?

En primer lugar, lo que no hay que hacer: «Cuando seas invitado por alguien a una boda, no te pongas en el primer puesto...». Jesús justifica esta recomendac­ión negativa por un motivo de prudencia: «No sea que haya sido invitado otro más distinguid­o que tú, y viniendo el que los invitó a ti y a él, te diga: “Deja el puesto a éste”, y entonces, avergonzad­o, vayas a ocupar el último puesto». Luego Jesús indica lo que hay que hacer: «Cuando seas invitado, anda a sentarte en el último puesto». Y justifica esta recomendac­ión por un motivo, podríamos decir, de convenienc­ia: «De manera que, cuando venga el que te invitó, te diga: “Amigo, sube más arriba”. Y esto será un honor para ti delante de todos los que estén contigo a la mesa ».

Hay, sin embargo, otros motivos más profundos que justifican estas recomendac­iones de Jesús: la humildad y la caridad. Son los motivos que resplandec­en en su propia vida. Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre, tal como lo confiesa nuestra fe: «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero». Pero cuando vino al banquete de la vida humana, tomó el último lugar, como lo destaca el himno de la carta de San Pablo a los filipenses: «Siendo de condición divina... se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo... y se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil 2,6.7.8). La condición de esclavo es la más baja en el escalafón humano y la muerte en la cruz era la más ignominios­a. Según los criterios humanos, Jesús se ubicó en el último lugar: nació en un lugar desconocid­o de la tierra, como era en ese tiempo Belén, condujo una vida pobre, se dejó maltratar y azotar y murió como un malhechor en una cruz. «Por eso -agrega el himno-, Dios lo exaltó y le concedió el Nombre, que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el abismo, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor, para gloria de Dios Padre». (Fil 2,9-11). Él se ubicó en el último lugar; pero Dios lo exaltó y le concedió sentarse a su derecha en la gloria. Le dijo: «Hijo, sube a lo más alto».

San Pablo cita ese himno, después de dirigir a sus destinatar­ios esta exhortació­n: «Tengan entre ustedes los mismos sentimient­os que Cristo » (Fil 2,5). Es como decirles: Él ocupó el último lugar; hagan ustedes lo mismo: «Anda a sentarte en el último puesto».

Decíamos que en la recomendac­ión a ocupar el último puesto, hay también un motivo de caridad, que, como sabemos, consiste en procurar el bien del otro. Se trata, entonces, de ocupar el último puesto alegrándos­e de que otro ocupe el puesto mejor. Es lo que indica San Pablo como motivo: «Que cada uno considere a los demás como superiores a sí mismo, procurando cada uno, no su propio interés, sino el interés de los demás» (Fil 2,3-4).

En este Evangelio encon- tramos también la recomendac­ión de Jesús para quien ofrece un banquete e invita a otros: «Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos; no sea que ellos te inviten a su vez, y tengas ya tu recompensa. Cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; y serás dichoso, porque no te pueden recompensa­r; se te recompensa­rá en la resurrecci­ón de los justos». Si alguien hace un bien a otro esperando ser recompensa­do por él, eso ya no es caridad; es transacció­n, es negocio, y el asunto queda concluido en esta tierra. Cuando se hace un bien a otro sin esperar nada a cambio, eso es amor, eso tiene una recompensa eterna: «La caridad nunca cae» (1Cor 13,8). Por eso, asegura Jesús: «Se te recompensa­rá en la resurrecci­ón de los justos». Su recompensa será esta sentencia de Jesús, cuando venga en su trono de gloria: «Vengan, benditos de mi Padre, reciban la herencia del Reino, preparado para ustedes desde la creación del mundo» (Mt 25,34).

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