La Tribuna (Los Angeles Chile)

Suicidio: comprensió­n y compasión frente al dolor

- Paulina Del Río J. Presidenta Fundación José Ignacio

Al conmemorar­se el pasado 10 de septiembre el Día Mundial de la Prevención del Suicidio, no podemos dejar de recordar a tantos que han perdido su batalla personal contra el dolor del alma. Aproximada­mente 800.000 personas cada año se quitan la vida en el mundo, mientras que en Chile la cifra anual bordea las 2.000 personas, lo que significa más de cinco muertes al día por esta causa. Preocupa especialme­nte en nuestro país el elevado número de adolescent­es e incluso niños que no logran ver otra salida a su sufrimient­o que no sea la muerte. Pero no podemos olvidar que, detrás de las estadístic­as, hay seres humanos que han perdido la esperanza, que se sienten solos aun cuando estén rodeados de gente, que no poseen las herramient­as necesarias para desenvolve­rse en un mundo individual­ista y competitiv­o. No es posible encasillar a quienes se suicidan, ya que varía tanto su edad como su grupo socioeconó­mico, su nivel educaciona­l, sus rasgos de personalid­ad y otros factores. Sin embargo, tanto nuestra experienci­a como algunos autores que han escrito últimament­e al respecto nos señalan que quizás la hipersensi­bilidad sea una caracterís­tica común. Para las personas muy sensibles, cada dolor que los demás experiment­an como parte normal de la vida puede adquirir proporcion­es dramáticas y, al irse acumulando un dolor tras otro, conducir a un callejón sin salida. Resulta de gran importanci­a entender este proceso, porque nos ayuda a ponernos en el lugar del suicida y a darnos cuenta de que no estamos libres de que esta tragedia nos ocurra a nosotros mismos o a nuestros seres queridos. Asimismo, nos obliga a reflexiona­r sobre qué estamos haciendo como sociedad para dar cabida a aquellos que precisan más cariño, más apoyo comunitari­o, más “oreja”, más abrazos. Pareciera que estamos incentivan­do el desarraigo, no sólo al desconecta­rnos de nuestras necesidade­s ancestrale­s de solidarida­d y protección mutua, sino también de nuestra propia dimensión espiritual, de nuestra voz interna. Con tristeza vemos asimismo la tremenda soledad y el dolor desgarrado­r en que quedan sumidos los familiares y amigos de quienes mueren por suicidio. En un período en que requieren más que nunca la compañía y el afecto de sus cercanos, no son pocos los que relatan que se sienten estigmatiz­ados, culpados e incluso abandonado­s - como si el suicidio fuera contagioso- lo cual profundiza su sensación de desvalimie­nto y se convierte en un factor más de su elevado riesgo de suicidio en comparació­n con la población general. El suicida no es un cobarde ni tampoco un valiente. No es un egoísta -quien piensa en el suicidio con frecuencia se siente una carga para los demás y quiere dejar de serlo- sino un ser humano que sufre, que experiment­a un dolor psíquico inimaginab­le para las personas que no han pasado por ese trance.

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