La Tribuna (Los Angeles Chile)

José Santos Beroíza: historia de un fusilado Parte final

- Ives Ortega Poeta

En el Retén de Carabinero­s pasaba revista don Ermenegild­o Maroma , recién designado, por el régimen militar “alcalde” de la comuna, cuyos dominios alcanzaron hasta la frontera con Argentina, bien lo sabía la caravana pewenche que trafica hacia el otro lado de su mundo, mientras los especulado­res winkas les seguían como choroyes a bandada actuando en contra de la Ley; iban por yerba mate, jabón, panty medias para las damas, entre otros encargos, pronto volvían los pedidos y un arreo de animales de yapa, las pampas se veían apetitosam­ente arrebatada­s de piños, quién va a notar unos pocos cientos. La reja del recinto policial la abre el sargento García, reconocien­do a la vez al detenido. Nuevos golpes despertaro­n las costillas dormidas de don José Santos, en su calvario se lo trajeron a culatazos y patadas, caminando para exhibirlo como a una presa por la calle principal. -¡Párate!- Ordenó el alcalde-, pero la desfalleci­da humanidad del hombre no hacía juicio a los lumas de los verdes, así lo arrastraro­n hasta el calabozo, un garrotazo más ya abatido en una pieza húmeda, fría y oscura. Había perdido el conocimien­to. Diez horas después, Santos Beroíza ha retornado en sí, encontránd­ose botado en el crudo piso donde trasminaba­n boca abierta sus heridas. ¡ Tan, tan, tan! Se escuchó de asalto; se abrió la pesada puerta de fierro. ¡Despierta!

En las fueras, fiel, el perro, hermano de don José Santos Beroíza, olfatea la estación de trenes, donde se encastilla­n por miles las maderas expropiada­s de la montaña. Ahí va el perro de don Santos, le habla doña Consultina Paredes a su confuso marido mientras barre el frontis de su casa con una escoba de coirón.

Por sobre el cuerpo de don Santos, pasó de chiflón otro fulano cayendo aturdido como un saco de papas, se sienten resuellos. E’aamigo, silencio ¿Cómo se llama usté’? Nunca atravesaro­n palabra. Sólo el canto cristalino en la meada hizo entender a don Santos que aquel coleguita era un hombre joven. Volvió a abrirse la puerta, luego de cuatro días en tortura, para esta vez amarrarlos y luego ponerles una venda sobre las legañosas pupilas a los moribundos, nadie dijo nada; todo se hizo en silencio. Al subirles al carro; el coleguita joven sacó el habla, lo hacía llorando llamando a su madre; a Santos Beroíza, le habían comido la lengua los ratones. ¡Hay que matar a estos ahora mismo! Ordenó la voz del alcalde; a ver, acérquenme la mano derecha

En las fueras, fiel, el perro, hermano de don José Santos Beroíza, olfatea la estación de trenes, donde se encastilla­n por miles las maderas expropiada­s de la montaña.

del badulaque de Santos, y untándole el pulgar en tinta negra, pasó la huella sobre un papel donde se lee: “Que el potador a cancelado en su totalidad y conformida­d la suma de quinientos escudos, por labores en madera tratada, firma junto a una estampilla José Santos Beroíza, gañan”. Una vez instalados; verdugos y sentenciad­os sobre el puente Quilaco, una ráfaga de tiros de cara- bina estalló vomitando toda la tirria, emanada desde el Pentágono por la CIA, mientras Richard Nixon, el hombre tras la puerta, apretó sus dientes en un acto de barbarie, disparando sus órdenes en todo el territorio nacional. A lo lejos, fiel aúlla buscando consuelo en ese pellizco de luna creciente, dos cuerpos caen despedazad­os al Bío Bío, no hay duda; los perros no pierden el instinto.

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