La Tribuna (Los Angeles Chile)

Donde caerse muerto: (los clandestin­os)

- Ives Ortega Poeta

El día que murió mi padre, las cosas estaban mal, no había despensa, en casa la economía la llevaba la Mamá, fue un catorce de febrero, estábamos en dictadura, cuando unos pocos celebraban por eso que llamaban “el Día del Amor”. La muerte nos habló por lo claro, y puso en escena una serie de trámites, deudas y sugerencia­s de todo tamaño para contratar la funeraria, retirar los restos de la morgue e instalar el velatorio en la pieza donde se ubicaba la mesa comedor. Dos noches y un día donde no faltaron los amigos de lo ajeno, la escena siguiente sería el cementerio y espero que aquí se acabe todo; no es así, porque están los derechos municipale­s para enterrar al papá en un patio de tierra por un plazo máximo de seis años, para luego renegociar la sepultació­n en una bóveda por un período de 20 años,- siempre y cuando exista un lugar disponible-, por lo que a mis 13 años supe el significad­o de la muerte y de la palabra perpetuida­d. Ya de antes la familia acudía religiosam­ente y de punta en blanco el día de todos los Santos al cementerio general y al católico a visitar a unos compadres y conocidos de papá, no teníamos familiares directos en la metrópoli, se trataba de un asoleado transitar entre mausoleos y patios polvorient­os. La muerte no avisa, la Mamá se moría 2 años después, llegó su día postrero cuando a todos los hijos ya se nos había secado el ombligo, y hubo que atravesar las pesadillas dos veces para alcanzar el camposanto donde dejamos su cuerpo entre llantos y manoteadas en la espalda, el golpe nos pilló de improviso con el doble de aprietos monetarios, el luto nos hacía ver más pálidos, había que asegurar un nicho donde trasladar los restos de papá, antes que lo sacasen para la huesera, nos insinuaban los acarreador­es de gua, fue así como se nos arrimó un sepulturer­o con contactos con gente de más arriba, decía disponer de unos espacios desocupado­s que estaban en venta - es una movida joven - no había tramite más que el dinero que nos exigía, no doy detalle de cómo conseguimo­s esos billetes con tal que los huesos rescatados llegaron a ese diminuto nicho, donde permanece clandestin­o, como fuera de la ley. Tiempo después también, se instalaron los restos óseos de la Mamá el día que con Clodomiro, mi hermano menor, juntos despertamo­s el llanto de las nubes al momento de desenterra­r los pocos huesos carcomidos e impregnado­s en su ropaje palo de rosa, todo ese calvario a mérito que nuestra Madre descansase junto a su marido. La dictadura cayó con el “No” y llegaron los acreedores, el

repactar de los compromiso­s hospitalar­ios, funerarias, cementerio, las contribuci­ones y todas las deudas que a perpetuida­d aún después de la muerte deja un reguero de esclavos como este piño de hijos que deambulan taciturnos, procurando recomponer­nos por mantener vivo las palabras de nuestra Madre: “la dignidad hijos se alcanza con un lugar incluso donde caerse muerto”, y en eso he puesto todo mi empeño para conseguir el vendito sitio. He encargado a este quien escribe, que relate esta historia de este que yace muerto y sepultado junto a sus padres y hermanos a perpetuida­d en un lugar que permanecer­á secreto porque así ha sido auto determinad­o, así fue mi voluntad. (Q.E.P.D)

La muerte no avisa, la Mamá se moría 2 años después, llegó su día postrero cuando a todos los hijos ya se nos había secado el ombligo, y hubo que atravesar las pesadillas dos veces para alcanzar el camposanto donde dejamos su cuerpo entre llantos y manoteadas en la espalda…

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