Arcilio the Puma Tracker
Arcilio, el rastreador de pumas
When you chase pumas in Patagonia, Cristian Saucedo explained, you need to weld crampons onto your horseshoes. Crampons, I thought. On horseshoes. That doesn’t bode well.
The main road through the Chacabuco Valley runs east to west, fifty miles of gravel tracking the meanders of the free-flowing river as it winds around mountain foothills. It’s dry steppe country but shadowed by snowy summits and by the vast northern ice cap.
We’d left the road after a bumpy hour, turning down a narrow track that led to the river’s edge. There, in some trees near a gravel bar, three horses were tethered and waiting. I noticed the saddles, resting on white sheepskins— a rough cross between western and English style, with no saddlehorns. I don’t mind horses, but I prefer hiking boots.
Cristian had roped me in for some science and adventure; we needed to change out the radio collar on one of Patagonia National Park’s female pumas. But before we came to this gravel bar, we’d stopped in a large meadow with a small riverside cabin, home to Don Arcilio Arias Sepúlveda and his puma hounds.
Arcilio is short, tan, and remarkably fit, with dashes of gray dusting his black hair. His face, always set in a serious expression, has the weathered look of a man who’s made his living outdoors. He is a puma hunter. Arcilio spent a lifetime working as a leonero, as did his father, paid by estancia owners to kill pumas. He went on his first hunt when he was just fourteen, he explained over gourds of maté warmed on a wood stove, joining his father to track a cat across the massive eastern face of Cerro San Lorenzo. It’s a dangerous peak, where ice falls tumble from crumbling séracs. They caught up to the puma and did their job, but as soon as the cat was dead, large snowflakes began to swirl in the wind. And it howled. Arcilio and his father made camp and weathered out the storm—for two weeks. Two weeks, trapped by a blizzard in the high mountain wilds, with nothing to eat but puma. Welcome to the family business.
After Conservacion Patagonica bought the ranch, Arcilio stayed on to maintain a small herd of sheep, pull weeds, and build trails. That’s when Saucedo found him, and realized the value of this leonero’s puma lore. Arcilio taught the scientists where the big cats hunted, where they crossed between the mountain ranges, where they reared their kittens. Before long, Arcilio was lead puma tracker and wildlife ranger—still hunting cats, but now on behalf of science and conservation. Today, he would help us find a cat called Flaca—an older female whose radio-collar battery was about drained.
At first, the gaucho-style saddle actually felt pretty good. I had one hand on the reins, the other on my camera, as my sure-footed pony ascended through blooming yellow nineo bushes. Steppe country is made for horse travel. We crested a bench and were surrounded suddenly by the whinnying and whistling of wild guanacos. We’d ridden right into the middle of a herd of females with young, 300 or more, and they parted nervously to let us pass in the thin morning light.
“Arcilio was lead puma tracker and wildlife ranger—still hunting cats, but now on behalf of science and conservation.” “Arcilio se convirtió en el principal rastreador de pumas y en guardaparque –seguía cazando felinos, pero ahora en nombre de la ciencia y la conservación”.
Cuando persigues pumas en la Patagonia, explicó Cristián Saucedo, necesitas soldar crampones a las herraduras de tu caballo. Crampones, pensé. En las herraduras. Esto no augura nada bueno.
El camino principal a través del valle Chacabuco va de este a oeste, 80 kilómetros de gravilla que siguen los meandros de un río que fluye libremente mientras serpentea por las faldas de las montañas. Es una zona de estepas áridas, pero se encuentra a la sombra de cumbres nevadas y del vasto Campo de Hielo Patagónico Norte.
Abandonamos el camino luego de una hora dando tumbos, y cruzamos hacia una vía angosta que llegaba hasta el borde del río. Allí, bajo unos árboles cerca de una barra de grava, tres caballos nos esperaban. Tomé nota de las monturas, que descansaban sobre blancas pieles de oveja –una combinación entre el estilo inglés y el norteamericano, sin cuerno de silla. No me molestan los caballos, pero prefiero las botas para hacer senderismo.
Cristián me había enganchado para participar en algo de ciencia y aventura; necesitábamos cambiar el collar transmisor de una de las pumas hembra del Parque Nacional Patagonia. Pero antes de llegar a esta barra de grava, nos habíamos detenido en una gran pradera donde había una pequeña cabaña junto al río, hogar de Don Arcilio Arias Sepúlveda y sus perros buscadores de pumas.
Arcilio es de baja estatura, bronceado y se encuentra en excelente estado físico. Su cabello negro está salpicado de trazas grises. Su cara, que siempre enseña una expresión seria, tiene la apariencia curtida de un hombre que ha trabajado toda su vida al aire libre. Arcilio es un cazador de pumas. Al igual que su padre, pasó toda su vida trabajando como leonero; los dueños de las estancias le pagaban por matar pumas. Con apenas catorce años fue a su primera cacería, explicó mientras tomaba mate en calabazas calentadas sobre una estufa de leña. Lo hizo acompañando a su padre a seguir la pista de un felino en la descomunal cara oriental del cerro San Lorenzo. Es una montaña peligrosa, donde el hielo cae desde seracs que se desmoronan. Atraparon al puma e hicieron su trabajo, pero tan pronto como el gato estuvo muerto, grandes copos de nieve empezaron a arremolinarse en el viento. Y aullando. Arcilio y su padre acamparon y soportaron el temporal por dos semanas. Dos semanas, atrapados en una tormenta de nieve en una agreste y alta montaña, sin nada que comer excepto el puma. Bienvenido al negocio de la familia.
Después que Conservación Patagónica compró la estancia, Arcilio se quedó para mantener a un pequeño rebaño de ovejas, arrancar malas hierbas y construir senderos. Fue entonces cuando Saucedo lo encontró y se dio cuenta del valor de la sabiduría tradicional de este leonero. Arcilio les mostró a los científicos el lugar donde cazaban los grandes felinos, donde cruzaban entre las cadenas montañosas, y donde criaban a sus cachorros. En poco tiempo, Arcilio se convirtió en el principal rastreador de pumas y en guardaparque –seguía cazando felinos, pero ahora en nombre de la ciencia y la conservación. Hoy, nos ayudaría a encontrar a un felino llamado Flaca, una hembra mayor
Accompanied by Arcilio and his rangy canine companions, we started the climb into steep mountain country. Now I understood why the Conservacion Patagonica puma team needed horses to travel this park. I couldn’t imagine how difficult their job must be in winter, with barbs welded onto horseshoes to pierce the ice underfoot. Higher still, we passed through a small patch of lenga trees and a large red-headed Magellanic woodpecker flew right over our heads. I took it to be a good omen; reminding me of the pileated woodpeckers back home. But when we flushed a flock of chortling green Patagonia parakeets, I knew I wasn’t in Montana anymore.
Climbing higher still, through wet meadows and rocky breaks, we crested a high mountain divide with views in every direction. The summit of Cerro San Lorenzo—where a young Arcilio had waited out that storm with his father—was shining icebound under the warmth of a summer sun. The big male puma that claims this territory as his is called, appropriately, Lorenzo, and he dominates the land just as the peak dominates the horizon.
Assembling the radio receiver antennae, we couldn’t pick up Lorenzo’s signal today—but we did catch the telltale beep of Flaca’s fading collar. She was traveling to our west, and we followed her onto the steep forested slopes of Cerro Tamanguito. Descending swiftly through old-growth forests and open hillsides, I kept sliding to the front of my saddle and wishing I had a saddlehorn to cling to. The journey was starting to feel long, and my backside worn.
I must admit to feeling not a little relief when they announced our day was too far gone to continue. When you turn loose the puma hounds, the chase might last ten minutes or it might last ten hours. We just didn’t have enough daylight to make a capture attempt. Better to sleep on it.
“The big male puma that claims this territory as his is called, appropriately, Lorenzo, and he dominates the land just as the peak dominates the horizon.” “El gran puma macho que reclama este territorio como suyo se llama, de forma apropiada, Lorenzo, y domina esta zona como el pico de la montaña domina el horizonte”.
cuyo collar transmisor estaba a punto de quedarse sin baterías.
Al principio, la silla de montar estilo gaucho se sentía bastante bien. Mantenía una mano en las riendas y otra en mi cámara, mientras mi caballito ascendía a paso firme a través de arbustos de flores amarillas. Las estepas están hechas para viajar a caballo. Subimos a una altiplanicie y nos vimos súbitamente rodeados de guanacos silvestres que relinchaban y silbaban. Habíamos cabalgado justo al medio de una manada de hembras con sus crías, 300 o más, y se apartaron nerviosamente para dejarnos pasar bajo la tenue luz de la mañana.
Acompañados por Arcilio y sus corpulentos compañeros caninos, comenzamos el ascenso hacia empinados terrenos montañosos. Ahí entendí por qué el equipo de investigación de pumas de Conservación Patagónica necesita caballos para desplazarse en este parque. No podía imaginar lo difícil que su trabajo debe ser en invierno, con púas soldadas a las herraduras para poder perforar el hielo. Más arriba, pasamos a través de un pequeño grupo de árboles de lenga y un pájaro carpintero magallánico, grande y con su cabeza roja, voló justo sobre nosotros. Pensé que era una buena señal, ya que me recordó a los carpinteros norteamericanos de casa. Pero cuando sobresaltamos a una ruidosa bandada de verdes cotorras de la Patagonia, supe que ya no estaba en Montana.
Ascendiendo aún más, a través de húmedas praderas y trechos rocosos, llegamos a la cumbre de una alta montaña con vista en todas las direcciones. La cima del cerro San Lorenzo –donde un joven Arcilio había esperado que pasara la tormenta junto a su padre- estaba cubierta de nieve, brillando bajo la calidez del sol del verano. El gran puma macho que reclama este territorio como suyo se llama, de forma apropiada, Lorenzo, y domina esta zona como el pico de la montaña domina el horizonte.
Hoy no pudimos captar la señal de Lorenzo al armar la antena receptora, pero sí percibimos el débil pitido delator del agonizante collar de Flaca. Iba viajando hacia el oeste, y la seguimos hacia las empinadas faldas boscosas del cerro Tamanguito. Al descender rápidamente por antiguos bosques y laderas abiertas, me resbalaba hacia adelante en mi silla de montar, y deseé tener un cuerno del cual poder sostenerme. El viaje empezaba a sentirse largo, y mi trasero se sentía desgastado.
Debo admitir que sentí no poco alivio cuando anunciaron que ya era demasiado tarde para continuar. Cuando sueltas a los sabuesos, la búsqueda puede durar diez minutos o diez horas. Simplemente no quedaba suficiente luz para intentar una captura. Mejor irse a dormir.
En la mañana, subí a mi montura con un respingo y nos dirigimos al oeste. El constante bip, bip, bip, de la señal de Flaca era fuerte y todavía provenía de la misma dirección del día anterior. Detente, escucha, cabalga. Detente, escucha, cabalga. La jornada adquirió un ritmo a medida que cabalgamos a través de una maraña húmeda de espinosos ñirres y arbustos de calafate. Arcilio, quien observaba el suelo mientras cabalgaba, nos sacó del ritmo persistente de la mañana con el grito repentino de “¡Puma!”.
Come morning, I winced back into the saddle and we headed west. The steady beep, beep, beep of Flaca’s signal was strong, still coming from the same direction as the day before. Stop, take a listen, ride. Stop, take a listen, ride. The day fell into a rhythm as we rode through a wet tangle of thorny nirre trees and calafate shrubs. Arcilio, watching the ground as he rode, finally shook us from the morning’s steady tempo with a sudden cry of “Puma!” He swung his horse around and dismounted. No
way, I thought. I don’t care how grizzled and leathery this old gaucho is. There’s no way he can spot a track on dry ground from atop a horse.
We squatted in the dust, shoulder to shoulder. I was wrong. Apparently, even a ghost leaves a bit of a track. The dogs were getting fired up now, whining to be loosed. We assembled the antennae and took another bearing—seems we’d overshot the mark. The female puma was below us, in that wet tangle of green. She probably made a guanaco kill last evening, and was dining in the cover of shade.
Circling the dense and swampy bottomland, we contained the signal. She was in there. Arcilio turned the dogs loose and it wasn’t long until we heard the baying of pursuit. I leaned back a bit in my saddle, thinking of how cat hounds sound the same everywhere in the world, and as I looked up I was rattled to see a puma sprinting above us. She darted across an open slope, stopped to look back toward the charging dogs, and then leapt into the cliffs above.
“Mira la puma!” I cried. “Mira la puma!” I was pointing excitedly. The gauchos and Cristian kicked their mounts into gear and took off over the steep and broken terrain. I followed, galloping up the mountain behind the dogs, chasing pumas Patagonia-style. I was literally hanging on for dear life—fingers wrapped under the front lip of the saddle as we crossed grassland foothills into the high condor cliffs. By the time I caught up, all I found was their horses panting in the sun. I tied my steed and began hiking the cliff bands toward the sound of hounds.
Rounding a vertical rim of rocks, I reached the team, all of them peering high into a long, towering crack in the cliffs. The dogs were baying at the foot of this dark cleft, necks craned skyward. No cat. Only condors soaring above. Where was the cat? Suddenly, with an audible spit and growl, the puma shot out of the rocky chimney and took a swipe at Arcilio’s oldest hound. The dog tumbled backward, then got up and raced back into the fray. The hounds had the female puma cornered in the shadows of the crevice.
Cristian was busy below us, loading a tranquilizer dart. It was an awkward shot—all he could see was
Giró su caballo y desmontó. No puede ser, pensé. No me importa cuán canoso y curtido sea este viejo gaucho. No hay forma de que pueda ver una huella en terreno seco desde lo alto de un caballo.
Nos agachamos sobre el polvo, hombro con hombro. Yo estaba equivocado. Aparentemente, hasta un fantasma deja algún rastro. Los perros estaban ahora enardecidos, y gemían para que los soltaran. Armamos la antena e hicimos otra medida –al parecer nos habíamos pasado. El puma hembra se encontraba más abajo, en esa húmeda maraña verde. Quizás había cazado a un guanaco la noche anterior y estaba comiendo en la sombra.
Avanzando en círculos alrededor de la densa y empantanada vega, localizamos la señal. Ella estaba allí. Arcilio soltó a los perros y no pasó mucho tiempo hasta que escuchamos los aullidos de persecución. Me recosté un poco en mi silla de montar, pensando en cómo los perros cazadores de felinos suenan igual en todas partes del mundo, y cuando miré hacia arriba, me estremecí al ver al puma saltando sobre nosotros. Salió disparada hacia una ladera abierta, se detuvo a mirar hacia los perros que la perseguían, y luego saltó hacia los acantilados de más arriba.
“¡Mira la puma!”, grité. “¡Mira la puma!”. La señalaba con entusiasmo. Los gauchos y Cristián patearon sus monturas y avanzaron por el empinado y accidentado terreno. Los seguí, galopando montaña arriba detrás de los perros, persiguiendo pumas al estilo de la Patagonia. Me sostenía a la silla como si la vida se me fuera en ello, literalmente. Iba con los dedos aferrados al labio frontal de la silla a medida que cruzábamos los prados de las laderas hacia los altos acantilados donde habita el cóndor. Cuando los alcancé, lo único que encontré fue a sus caballos jadeando bajo el sol. Até a mi corcel y empecé a caminar por la cornisa de los acantilados hacia el sonido de los sabuesos.
Al rodear un borde vertical de rocas alcancé al equipo. Todos se encontraban mirando hacia arriba, a una larga e imponente grieta en los acantilados. Los perros aullaban al pie de esta hendidura, con sus cuellos estirados hacia arriba. No había ningún felino. Solo cóndores volando en el cielo. ¿Dónde estaba el gato? De pronto, con un escupitajo sonoro y un gruñido, el puma salió disparado y golpeó al sabueso más viejo de Arcilio. El perro cayó hacia atrás, luego se levantó y corrió para volver a la refriega. Los sabuesos tenían al puma hembra arrinconado en las sombras de la grieta.
Cristián se encontraba ocupado más abajo, cargando un dardo tranquilizante. Era un tiro incómodo –solo podía ver el hombro del animal- pero al menos era a quemarropa. Arcilio rápidamente amarró a los perros y Cristián acomodó el arma, apuntó, y disparó. El dardo dio en el blanco y el puma retrocedió hacia la hendidura, luchando y saltando para poder trepar más arriba. Casi había llegado al tope cuando cayó hacia atrás, dando una vuelta para poder aterrizar sobre sus patas. Giró y corrió directamente por la fisura hacia nuestro sorprendido grupo. Al llegar abajo arremetió contra Cristián y lo tumbó al suelo. El puma se desvió y avanzó hacia el resto de nosotros. Para entonces yo estaba lleno de adrenalina, y agitaba un brazo mientras gritaba “¡Aquí, chica! ¡Aquí, chica!”. El enorme felino regresó a la base del acantilado, rodeó una cornisa rocosa, y se echó agotado mientras el tranquilizante hacía efecto.
Cristián se puso de pie, sacudió el polvo de sus pantalones y las estrellas de su cabeza. Estaba agitado, pero bien. Era solo otro día de trabajo en la oficina: puede ser difícil para el felino, para los sabuesos, y para los biólogos. Pero sin un collar transmisor con la batería cargada, no sabemos dónde se distribuyen los pumas, ni dónde cazan o dónde crían a sus cachorros. No sabemos qué tan lejos viajan ni por cuáles rutas. No sabemos qué hábitats proteger y cuáles corredores salvaguardar. Sin datos objetivos, lo único que tenemos son las historias de los estancieros: los pumas están en todas partes y comen de todo. La recolección de datos
her front shoulder— but at least it was close range. Arcilio quickly leashed the dogs and Cristian swung the gun up, aimed, and fired. The dart hit true and the puma wheeled back into the cleft, scrambling and leaping to scratch her way higher. She had almost reached the top when she fell backward, twisting to land on her feet. Turning, she raced straight down the fissure toward our surprised group. Hitting the bottom on all fours, she slammed into Christian, sending him sprawling. The puma veered away, straight at the rest of us. I was pumped full of adrenaline by now, waving one arm and calling, “Hey girl! Hey girl!” The big cat veered back up to the base of the cliff, rounded a rocky ledge, and went down blearily as the tranquilizer took effect.
Cristian got to his feet, brushed off his pants, and shook the stars out of his head. He was shaken, but fine. Just another day at the office: It can be tough on the cat, tough on the hounds, tough on the biologists. But without a fully charged battery in that radio collar, we don’t know where the pumas are ranging, hunting, denning, and rearing their kittens. We don’t know how far they’re traveling, or by what routes. We don’t know which habitats to protect, which corridors to safeguard. Without objective data, all we have to go on are the ranchers’ stories: pumas are everywhere and they’re eating everything. Gathering the scientific data serves not only to target our conservation efforts but also to ease minds. -Within the Valle Chacabuco study area, male and female resident pumas move about the same distance— about eight and a half miles each day. The females científicos no solo sirve para dirigir nuestros esfuerzos de conservación, sino que también para darnos paz mental. -Dentro del área de estudio del valle Chacabuco, los pumas residentes machos y hembras recorren más o menos la misma distancia, cerca de ocho millas y media -unos 13 kilómetros- al día. Las hembras tienen áreas de desplazamiento más pequeñas, que se solapan un poco. Los machos marcan sus áreas de distribución, que son más grandes, y a veces pelean para defender su territorio. Sorprendentemente, es similar a la dinámica de los pumas que he estudiado en Montana –en ambos lugares, encontramos alrededor de tres pumas por cien kilómetros cuadrados (cuarenta millas cuadradas). Pese a las historias de los estancieros, los pumas no están en todas partes comiendo de todo. Viven de hecho en densidades muy bajas dentro de terrenos muy grandes y, si pudieran escoger, casi siempre preferirían comer un guanaco en lugar de una oveja.
Utilizando la última tecnología de rastreo de radio satelital, el equipo de investigación de Conservación Patagónica está revelando secretos sorprendentes sobre los pumas de esta región, tanto acerca de la población y como de los individuos. Bagual, un macho residente de ocho años que pesa más de 155 libras -70 kilogramos-, posee un enorme territorio en la mitad sur del parque. Su reino abarca casi 150 millas cuadradas –unos 390 kilómetros cuadrados-, que es lo que se espera de un macho maduro dominante. Pero la verdadera sorpresa que que proviene de los datos de satélite es el alcance de sus paseos diarios. Bagual es literalmente dueño de