El inexplorado glaciar Erasmo
La Patagonia todavía tiene muchos lugares por explorar y descubrir, lugares donde se pueden establecer nuevas rutas a través de la naturaleza salvaje y subiendo montañas. El glaciar Erasmo, en la región de Aysén, es uno de esos lugares.
La imagen de aquel invierno del 2006 todavía la tengo grabada en mi cabeza. Volábamos a baja altura hacia la laguna San Rafael para iniciar lo que sería el primer cruce invernal en dirección norte-sur del Campo de Hielo Patagónico Norte cuando a través de la ventanilla de la avioneta apreciamos una enorme masa de hielo rodeada de bosques impenetrables. Era el Campo de Hielo Erasmo, de unos 165 kilómetros de área y a escasos 7 kilómetros del mar.
Habitado por un puñado de pobladores, este rincón se ha mantenido oculto y olvidado incluso entre los exploradores más intrépidos. Pero lo que el 2006 era un glaciar rodeado de paredes de roca es hoy un lago salpicado de icebergs envuelto por un circo granítico. La aproximación implicaba una logística compleja en equipo de montaña, pero también de navegación en packrafts, botes resistentes y livianos de gran portabilidad que nos entregarían grandes ventajas en ese entorno.
Hacia lo inexplorado
Desde bahía Exploradores navegamos en lancha rápida junto a Tomás Torres y Juan Francisco Bustos hasta el final del fiordo Cupquelán. Allí comenzó nuestra incursión hacia lo desco
nocido e inexplorado. Con un tiempo a ratos cálido, remontamos el valle del río Sorpresa y luego el pequeño y estrecho estero El Pájaro. Forrados con nuestros trajes secos alternamos entre una orilla y otra: el bosque era intransitable. Fueron poco más de 20 cruces para subir el caudaloso arroyo, que por momentos exigía caminar por la mitad del cauce o por pozones donde el agua llegaba hasta el cuello. Así anduvimos por casi tres días.
Pero todo esfuerzo tiene su recompensa. Tras cruzar tres pequeñas lagunas con los packrafts, nos topamos de frente con el lago frontal del glaciar Erasmo, que cae de golpe al agua gris teñida por los sedimentos, y se encuentra rodeado por un anfiteatro de enormes paredes de granito y un bosque destellante. Todo parece abarcable con una simple mirada, y mientras armábamos la carpa nos sentimos privilegiados.
Una corta remada matutina entre icebergs nos dejó al otro lado del lago, tras lo cual nos montamos en el glaciar. Coronamos el día en una hermosa laguna junto al campo de hielo, sin ser capaces de imaginar la ingrata compañía que llegaría desde el océano Pacífico. El tiempo cambió drásticamente y llovió cuatro días seguidos.
Estábamos inmovilizados. La rutina se apoderó de cada jornada. Entre jugar a las cartas, dormir, leer, comer e ir al baño pasamos nuestra mini cuarentena. Salir a conquistar una montaña carecía de sentido: no se veía nada hacia arriba. El reloj seguía corriendo, y la impaciencia empezó a crecer. Pero la mayor preocupación estaba puesta en el arroyo El Pájaro. Tanta lluvia nos hacía temer lo peor para el descenso.
Hicimos nuestra apuesta: salir con equipamiento y comida para dos días. Accedimos a la meseta del campo de hielo por un pequeño glaciar lateral y establecimos el campamento a 1.150 metros. Esa misma tarde ascendimos, a medio filo, una innominada montaña cercana que llamamos Mirador del Erasmo.
Esa misma noche el tiempo mejoró y de madrugada partimos hacia la cumbre principal, unos tres kilómetros al sur del campamento. Cruzando laderas de nieve y algunas grietas las nubes nos alcanzaron nuevamente y el ascenso se convirtió en una carrera por encontrar casi a tientas la cima. Estando en una gran mancha blanca etiquetada como “sin visión estereoscópica”, ni el GPS ni el mapa eran útiles. Subiendo diversas lomitas, al tercer intento encontramos la más alta. Desde ahora será el monte Teresa (1.947m), por el río homónimo que corre hacia el este.
Pero lo más complejo estaba por venir. Justo antes del estero El Pájaro la lluvia reapareció alimentando nuestros mayores temores. Al pronunciado desnivel ahora se le sumaba una corriente violenta que hacía inviable un descenso en packraft. El arroyo se convirtió en río, los cruces se volvieron extremadamente difíciles y varios de ellos requirieron el uso de cuerdas. En uno de los tantos cruces, Tomás dejó su mochila en el borde y mientras se daba vuelta la vimos caer en cámara lenta al agua. Nuestros gritos fueron imperceptibles, ahogados por el estruendo de la corriente. La mochila desapareció en segundos, entre otras cosas con la carpa y la cocinilla. El cansancio le había jugado una mala pasada, y Tomás, todavía blanco como el papel, ya daba todo por perdido. La noche se veía oscura, y sobre todo muy fría.
Pero lo empujé a continuar. La mochila podía estar por ahí, y así fue: tres o cuatros curvas después yacía enganchada entre unas piedras. Un milagro. Más abajo el río parecía navegable, aunque era el único que pensaba así. Hasta que los otros dos también se animaron. Empezamos a inflar los botes, pero Bustos se quedó congelado. “Lo perdí”, dijo mientras lo mirábamos atónitos. Y fue imposible encontrarlo. Ya antes al mismo Bustos habíamos tenido que rescatarlo mediante una improvisada tirolesa.
“Tras cruzar con los packrafts, nos topamos de frente con el lago frontal del glaciar Erasmo, que cae de golpe al agua gris teñida por los sedimentos, y se encuentra rodeado por un anfiteatro de enormes paredes de granito y un bosque destellante.”
“Erasmo, un rincón perdido y olvidado, pero cercano en la Patagonia”.
Ellos caminarían hasta el campamento, y me despedí remando río abajo. Al llegar al río Sorpresa, el escenario era otro: había aumentado tres veces su caudal. Mis remadas se volvieron estériles y la corriente jugaba conmigo mientras el viento me tiraba para el lado contrario. El volcamiento era inminente. Pero logré aguantar y esquivar algunos árboles que se asomaban como tiburones por entre el agua. Tras cinco días de lucha con el río, y harto suspenso, llegamos al mar. Fueron 90 kilómetros de nuevo terreno explorado, dos primeras cumbres y 19 días de aventuras.
Un segundo capítulo
Aunque el montañismo en la Patagonia está asociado con montañas difíciles, escalada técnica y meteorología adversa, todavía hay espacio para el alpinismo clásico de exploración. Aquí, resolver el simple problema de acceder al cerro sin ayuda de informes o experiencias previas resulta más relevante que el ascenso en sí mismo. Y tras nuestro viaje del 2017 sentíamos que el Erasmo aún ofrecía mucho. Junto a Tomás Torres y Alonso Fuentes decidimos esta vez explorar el acceso sureste.
Entramos al valle del río Exploradores hasta la confluencia con el río Teresa, y con don Ali Bopp, quien vive allí, esperamos en un galpón por cuatro días para que dejara de llover y bajara el caudal. Por fin partimos a caballo internándonos en el largo valle de poco más de 20 kilómetros. Fueron dos jornadas llenas de cruces de ríos, caballos rebeldes y jinetes citadinos poco acostumbrados a las cabalgatas.
Ya sin los animales, cargados con mochilas enormes por la parte superior del valle, que termina en una amplia zona de glaciares y paredes rocosas de muy mala calidad, buscamos el acceso. Nadie se había metido al hielo por ahí, pero una abrupta y empinada morrena con un interminable acarreo parecía ser la puerta de entrada. Dos arduos días porteando la carga nos dejaron en la meseta de hielo del Erasmo, una impresionante llanura de unos cinco kilómetros de ancho que al este conduce al valle del río Murta y al oeste encara desde las alturas el Pacífico.
Al día siguiente intentamos llegar a la cumbre principal, pero unas nubes bajas y un fuerte viento nos impidieron ir muy lejos. Esa misma tarde aclaró un poco y partimos hacia una pequeña cima aledaña, que bautizamos como Don Bigote, de 1.726 metros, en honor a un caballo de don Ali. Por la noche, el mal tiempo llegó para acompañarnos durante dos días que destinamos a descansar y jugar cartas.
Volvimos a salir. En cuatro horas cruzamos la meseta hacia el norte y comenzamos a seguir una serie de pequeños cerros de nieve y hielo. Rodeados de nubes, nos orientábamos con el GPS y con breves atisbos de la geografía. Una larga pendiente de hielo nos llevó a una pequeña terraza con una formación rocosa muy curiosa, y a través de una cresta de hielo coronamos la cumbre de 1.803 metros del cerro Don Antonio (por el fallecido senador Horvath). Una cima hermosa, pequeña y muy aérea.
Pese a que nuestra idea inicial era descender por el río Murta, desde las alturas el panorama se veía desalentador: el glaciar caía a pique encerrado por inestables paredes de roca. Parecía un callejón sin salida, y como el tiempo escaseaba, optamos por rehacer la ruta, primero siguiendo el curso del río Teresa a pie y luego sobre nuestros packrafts. Disfrutamos cada rápido y vuelta con un tiempo cálido y reconfortante luego de días marcados por la lluvia, el frío y el hielo.
Fue el cierre idóneo: dos exploraciones de montañismo clásico en un rincón perdido y olvidado, pero cercano en la Patagonia. Un lugar que da cuenta que todavía permanecen por allí sitios a la mano y en los que uno puede sentirse como un pionero.